Traducciones

Janus, de Ann Beattie

Janus*,
by Ann Beattie
Traducción de Mauricio Salvador
El bol era perfecto. Quizá no lo que escogerías de hallarte frente a una repisa de boles, y no la clase de objeto que inevitablemente llamaría la atención en una feria de artesanías, aunque aún así poseía presencia real. Era tan previsiblemente admirado como un perro corriente que no tendría razón para sospechar que podría ser divertido. Y de hecho, un perro como ése era con frecuencia llevado (y traído) junto con el bol.
Andrea era agente inmobiliaria, y cuando pensaba que ciertos compradores potenciales podrían ser amantes de los perros, soltaba a su perro y colocaba el bol en la casa en venta. Ponía un plato para el agua de Mondo en la cocina, tomaba la ranita de plástico chirriante de su bolso y lo tiraba al piso. El perro se abalanzaba deliciosamente, tal y como lo hacía a diario, ladrando alrededor de su juguete favorito. Casualmente el bol se hallaba sobre una mesa de café, aunque recientemente lo había colocado sobre la carpeta blanca de la cómoda, y sobre una mesa laqueada. Una vez lo colocó sobre una mesa de cerezo debajo de una naturaleza muerta de Bonnard, que tenía su propio bol.
Quienquiera que haya comprado una casa o haya querido vender una, de seguro conoce algunos de los trucos usados para convencer a un comprador de que la casa es de verdad especial: fuego en la chimenea a media tarde; lilys en un jarrón en el fregadero; quizá el ligero aroma a primavera, provocado por una gota de esencia vaporizándose sobre la bombilla de una lámpara.
Lo maravilloso respecto del bol, pensaba Andrea, es que resultaba sutil y notorio –la paradoja del bol . El barniz era de color crema y parecía destellar sin importar bajo qué luz fuera colocado. Tenía algunos puntitos de color –diminutos destellos geométricos- y algunos de estos se matizaban con motas plateadas. Eran tan misteriosos como células vistas bajo el microscopio por lo que resultaba difícil no estudiarlos, pues destellaban, resplandeciendo un sólo segundo, antes de volver a su forma anterior. Algo respecto de los colores y su azarosa disposición sugería movimiento. La gente que gustaba de los muebles rústicos siempre hacía un comentario sobre el bol, pero también sucedía que quienes se sentían confortables con los Bierdermeier lo admiraban de la misma manera. Pero el bol no era sí de ostentoso, o tan notorio al punto que alguien sospechara que había sido colocado deliberadamente. Al entrar a la habitación se fijarían primero en lo alto del techo, y sólo cuando sus ojos bajaran de ahí, o se alejaran del reflejo de la luz del sol sobre una pared blanca, verían el bol. Entonces se dirigían a él inmediatamente y comentaban. No obstante, solían titubear al intentar decir algo. Quizá porque se encontraban en la casa por una razón seria, y no para notar un simple objeto.
Una vez Andrea recibió la llamada de una mujer que no había ofertado nada por la casa mostrada. Aquel bol, dijo, ¿sería posible investigar en qué lugar los dueños habían comprado tan magnífico bol? Andrea fingió no saber de lo que le hablaba la mujer. Un bol, en algún lugar de la casa. Ah, sobre la mesa debajo de la ventana. Sí, ella preguntaría, por supuesto. Dejó pasar un par de días y entonces llamó de vuelta para decir que el bol había sido un regalo y los dueños no sabían dónde había sido comprado.

Cuando el bol no era llevado de una casa a otra, descansaba sobre la mesa de café de la casa de Andrea. No lo tenía envuelto cuidadosamente (aunque sí lo transportaba así, en una caja); lo tenía en la mesa porque le gustaba verlo. Era suficientemente grande por lo que no parecía particularmente frágil si alguien golpeaba de refilón la mesa o si Mondo tonteaba hacia él mientras jugaba. Le había pedido a su esposo que por favor no dejara las llaves de la casa en él. Se suponía que debía estar vacío.

Cuando su esposo advirtió el bol por primera vez, lo miró con curiosidad y luego sonrió, brevemente. Él siempre la había incitado a comprar las cosas que le gustaran. En los últimos años habían adquirido tantas cosas como para hacer las paces con todos aquellos años de escasez de cuando eran estudiantes graduados, pero ahora que se habían sentido confortables durante un buen tiempo, el placer de las nuevas posesiones menguó. Su esposo dijo del bol que era “bonito“, y se alejó sin tomar el bol para examinarlo. No tenía mayor interés por el bol que ella por su nueva Leica.

Estaba segura que el bol le traía suerte. Con frecuencia las ofertas eran para las casas donde lo había colocado. En ocasiones los dueños, a quienes se les pedía estar fuera o salir durante el tour de muestra, nunca se enteraban que el bol había estado en su casa. Una vez, sin embargo –y no podía imaginar cómo-, dejó el bol atrás, y llegó a sentir tanto miedo de que algo podía haberle pasado, que rehizo el camino deprisa hacia la casa y suspiró de alivio cuando la dueña abrió la puerta. El bol –explicó Andrea. Había comprado un bol y lo había dejado sobre la cómoda para protegerlo mientras guiaba por la casa a los probables compradores y ella… Sintió que debía correr por sobre la disgustada mujer y recoger su bol. La dueña se hizo a un lado, y fue sólo cuando Andrea corrió hasta la cómoda que la mujer la observó con extrañeza. Segundos antes de levantar el bol, Andrea supo que la dueña debía haber visto ya lo perfectamente situado que estaba. Justo para que la luz de sol golpeara en su parte más azul. El jarrón había sido desplazado a la parte más alejada de la cómoda, y el bol predominaba. Durante todo el camino a casa, Andrea se preguntó cómo es que pudo dejarlo. Era como dejar a un amigo en una excursión, tan sólo yéndose. En ocasiones el periódico mostraba historias de familias que olvidaban a un niño en cualquier lugar y conducían a otra ciudad. Andrea, en cambio, había andado sólo una milla antes de acordarse.

En su momento, soñó con el bol. Y en dos ocasiones, soñando despierta muy de mañana, entre el sueño y la última siesta antes del amanecer, tuvo una visión de él. Llegó como un punto nítido que la sobresaltó por un instante –el mismo bol que veía todos los días.

Tuvo un año provechoso vendiendo propiedades. La fama se propagó, y pronto se hizo de más clientes de con los que podía sentirse confortable. Albergaba el tonto pensamiento de que si tan sólo el bol fuera un objeto animado entonces podría agradecerle. En ocasiones quería hablar a su esposo sobre el bol. Él era corredor de acciones, y a veces hacía saber a la gente lo afortunado que era al ser esposo de una mujer con tan fino sentido estético que, sin embargo, funcionaba también en el mundo real. Eran muy parecidos, de verdad –estaban de acuerdo en ello. Eran gente tranquila, reflexiva, lenta para hacer juicios de valor, pero casi obstinados una vez llegaban a una conclusión. A ambos les gustaban los detalles, pero mientras que a ella le atraían las ironías, él se mostraba impaciente y desdeñoso cuando los asuntos se volvían ambiguos o confusos. Ambos sabían esto, y era la clase de tema sobre el que podían hablar estando solos en el auto, camino a casa después de una fiesta o tras un fin de semana con los amigos. Y sin embargo ella nunca le habló del bol. Durante la cena, mientras intercambiaban las noticias del día, o mientras yacían sobre la cama escuchando el estéreo y murmurando incoherencias soñolientas, Andrea se sentía tentada de llegar a ello y decirle que pensaba que el bol de la sala, el bol color crema, era responsable de su éxito. Pero no lo hacía. Ni siquiera podría comenzar a explicarlo. Algunas veces, por la mañana, veía el bol y sentía culpa por mantener un secreto así de constante.

¿Podía ser que existiera una conexión más profunda con el bol, una relación de algún tipo? Rehizo su pensamiento: ¿cómo podía imaginar semejante cosa cuando ella era un ser humano y aquello era un bol? Era ridículo. Sólo hay que pensar en cuántas personas viven juntas, amándose unos y otros… ¿Pero era siempre tan claro? ¿siempre una relación? Estos pensamientos la confundían, y sin embargo permanecían en su mente. Ahora existía algo dentro de ella, algo real, de lo que nunca hablaba.

El bol era un misterio; incluso para ella. Y era frustrante, porque su envolvimiento con el bol implicaba un claro sentido de buena fortuna no correspondida. Habría sido más fácil responder si se le hiciera alguna clase de demanda en respuesta. Pero eso sólo sucede en los cuentos de hadas. El bol sólo era un bol. Aunque no creyera en ello ni por un segundo. Lo que creía es que era algo que amaba.

En el pasado, había conversado con su esposo sobre alguna nueva propiedad que estaba por vender o comprar –confiándole sutiles estrategias trazadas por ella misma con el fin de persuadir a dueños que parecían listos para vender. Y de pronto dejó de hacerlo pues todas sus estrategias tenían que ver con el bol. Se había vuelto más deliberada al respecto, y más posesiva. Lo colocaba en casas sólo cuando ahí no había nadie, y lo removía tras dejar la casa en cuestión. Y en vez de sólo mover un jarrón o un plato, removía todos los objetos sobre la mesa. Debía obligarse a tratarlos con cuidado, porque no le importaba nada de ellos. Sólo deseaba tenerlos fuera de vista.
Se preguntaba cómo terminaría todo. Como con un amante, no existía un escenario exacto sobre cómo las cosas llegarían a su fin. La ansiedad se volvió la fuerza operante. Sería irrelevante si el amante corriera a los brazos de otra, o escribiera una carta antes de partir hacia otra ciudad. El horror radicaba en la posibilidad de la desaparición. Eso era lo que importaba.
Se levantaba por la noche y miraba el bol. Nunca le pasó por la cabeza la idea de romperlo. Lo lavaba y secaba sin ansiedad, y al transportarlo con frecuencia de una mesa de café a un esquinero de caoba o a donde fuera, lo hacía sin temer un accidente. Estaba claro que no era ella la que dañaría al bol. Simplemente lo llevaba, y lo dejaba a salvo sobre una superficie u otra; no parecía que alguien pudiera romperlo. Y un bol, además, es un pobre conductor de electricidad: no sería golpeado por ningún rayo. Y con todo, la idea del daño persistía. No pensaba más allá de eso –de lo que sería su vida sin el bol. Tan sólo seguía temiendo que algún accidente pudiera ocurrir. ¿Por qué no? En un mundo donde la gente dejaba plantas en sitios que no les correspondían, de modo que los visitantes se engañaran con la idea de que esquinas oscuras recibían la luz de sol –un mundo lleno de trucos.

Andrea vio por primera vez el bol varios años atrás, en una feria de artesanías que había visitado en secreto, con su amante. Él la había animado a comprar el bol. Ella no necesitaba más cosas, le dijo. Pero fue llevada hacia el bol y permanecieron cerca de él. Luego se dirigió al siguiente puesto y él fue tras ella golpeando el borde contra su hombro mientras ella pasaba los dedos sobre una escultura de madera. “¿Sigues insistiendo en que compre eso?” dijo. “No” dijo él. “Lo compré para ti.” Le había comprado otras cosas antes de eso –cosas que le gustaban más, al principio: el anillo negro y turquesa de niño que se colocó el meñique; la caja de madera, larga y delgada hermosamente tallada en cola de milano, que usaba para guardar clips; o el suéter gris y suave con morral. Fue idea de él que cuando no estuviera ahí para tomar su mano, ella lo haría por sí misma, apretando las manos dentro de la bolsa que llevaba enfrente. Pero con el tiempo sintió más apego hacia el bol que hacia cualquier otro regalo. Intentaba negarlo. Poseía cosas que eran mucho más notables o valiosas. Y el bol no era un objeto cuya belleza te saltara de pronto; mucha gente debió seguir de largo antes de que dos personas lo vieran aquel día.

Su amante decía que era siempre muy lenta para saber qué amaba de verdad. ¿Por qué continuar con su vida tal y como era? ¿Por qué ser dos caras?, preguntó. Ese fue su primer movimiento hacia ella. Y cuando ella no se inclinó a su favor, y no cambió su vida para ir con él, él le preguntó qué la hacía pensar que podría tener ambas cosas. Entonces hizo su último movimiento y se marchó. Era una decisión para romper su voluntad, para hacer añicos todas sus ideas intransigentes respecto de honrar compromisos anteriores.

El tiempo pasó. Sola y de noche en la sala, con frecuencia observaba el bol sobre la mesa de café, callado y seguro, sin iluminación. A su manera era perfecto: un mundo partido en dos, profunda y suavemente vacío. Cerca del borde, incluso bajo la luz oscura, el ojo se movía hacia un pequeño destello azul, un punto de fuga sobre el horizonte*.

* Janus se publicó por primera vez en The New Yorker, el de mayo, de 1985. Al año siguiente formó parte del libro Where You'll Find Me.
** Traducción: Mauricio Salvador

posted by Unknown @ 10:46 PM, ,

Pequeño, Pequeño Post



A las nueve de la mañana abro los ojos. Medio enfermo, medio hipnotizado todavía por las tranquilas tardes de vacaciones. Por los rostros quemados y tranquilos de la gente. Por el oxígeno. Creo que fundamentalmente mi nostalgia proviene de una falta de oxígeno. Y justo ahora, cuando las ondas televisivas llegan a mi cerebro intermitentemente -como un foco que se prende y apaga en un cuarto vacío-, abro los ojos por entero, y me resigno. Es como abrir los ojos y ser Earl -o Leonard Shelby en Memento-, aquel tipo que no podía recordar nada más allá de los diez minutos. The ten minute man. Abre los ojos y observa una cinta pegada por encima de su cabeza, lo suficientement grande y vistosa como para leerla tan pronto como se abran los ojos.

He lies back and reads the sign taped to the ceiling again. It says, in crude black capitals: THIS IS YOUR ROOM. THIS IS A ROOM IN A HOSPITAL. THIS IS WHERE YOU LIVE NOW.

Algo parecido. Afortunadamente no estoy en un hospital. Pero al abrir los ojos, en vez de una nota -que por otro lado llevo en el cerebro como un pegoste viejo-, veo el techo a punto de caer. El tirol, que era blanco y semejaba una superficie cremosa, interesante, se comba y amenaza con caer entero sobre mis débiles 76 kilogramos de peso. Claro que mi intención de esta mañana no ha sido hablarles del tirol que se comba por toda la habitación, Mala idea. De ser así podría escribirme todo el inventario de los desperfectos, absurdos y complicaciones que sobreviven los años en esta casa. Pero como el hombre de los diez minutos uno se las arregla para olvidar ciertas cosas y ciertos detalles. Yo, por ejemplo, olvido un montón de imperfecciones que me cruzan la cara, hasta la nuca, y luego bajan hasta el culo y los talones. Y no son precisamente mis 76 kilos -pesaba 70-; es algo más. Algo que no se ve tan claramente como estas palabras pero se siente como un traje de buzo alrededor del cuerpo. Como medida protectora me veo recordando otras tantas cosas para mi bien emocional. En dicho caso, también puede uno ser un hombre de los diez minutos, llevando a cuestas nuestro costal de buenas intenciones. Yo, por ejemplo, no dejo en casa mi imagen de chico comprensivo y medio aturdido, que tanto me ayuda, cuando en realidad me la paso berreando y maldiciendo.
Pongo la imagen de la luna sólo para recordarme que hoy, aunque sea un momento, debo mirarla. Ayer la observé sólo de milagro, cuando ya me iba a dormir. Ahora imagínense un pegoste gigantesco y en mayúsculas dejado allá arriba, sobre la luna, de tal manera que al abrir los ojos uno necesariamente tendría que ver cada día, cada momento -cada diez minutos al menos-: ESTE ES TU MUNDO. ESTE ES EL LUGAR DONDE VIVES. JÓDETE, CABRÓN.

posted by Unknown @ 11:05 PM, ,

Vacaciones







posted by Unknown @ 9:59 PM, ,

Pequeño Post



Ahora mismo me estoy acordando del método que John Cheever utilizaba para enseñar a sus alumnos del taller de escritura creativa en la uni de Iowa. El primer paso era llevar durante una semana un diario detallado que registrara todas las experiencias, sueños, tristezas, etc. Luego había que escribir un relato en el que siete lugares o personas -aparentemente sin conexión alguna- resultaran inevitable y profundamente relacionadas. Por último, John Cheever pedía a sus estudiantes escribir una carta de amor como si se la estuviese escribiendo en un edificio en llamas. 'Un ejercicio que nunca falla,' decía.
También recuerdo que por esa época John Cheever era maestro del taller de escritura junto con Raymond Carver. A la gente le agrada leer sobre el método Cheever para aprender a escribir buenos cuentos. La verdad es que se la pasó de borracho codo con codo con Carver. Al final, Cheever fue a una clínica de tratamiento. No así Raymond Carver, que siguió varios años más agarrado de la botella.
En otra ocasión, Cheever fue a la estación para recibir al joven Philip Roth. Dice Cheever: 'No es melindroso, pero aparta la cabeza de un plato de carne como si estuviera ardiendo. Se ha divorciado de una chica que me parecía una delicia. 'Ni siquiera quiere devolverme los patines de hielo'. La conversación gira hacia el tema sexual -polla y cojones, Genet, Rechy- pero sus observaciones me parecen interesantes, sutiles e ingeniosas'.

posted by Unknown @ 11:01 PM, ,

Janus



By Ann Beattie
Janus se publicó por primera vez el 27 de mayo de 1985 en el New Yorker, y después en la colección de relatos Where You'll Find Me al año siguiente. A estas alturas es difícil decir algo más sobre Ann Beattie. Janus es el tipo de cuento del que te esperarías una pregunta final como: ¿De qué manera logra el narrador la construcción del personaje...? La crítica le reprocha una y otra vez que su horizonte se haya estrechado tanto, con personajes y escenarios repetitivos, matrimonios infelizmente aceptables, afanosos por las comodidades materiales, etc. Al fin y al cabo lo que hicieron Cheever y Carver fue lo mismo, apuntar la mirada hacia unos cuantos temas. Y para ser justos eso fue lo que hizo de Beattie la voz de su generación, la vivisección de los norteamericanos urbanos de los 70 y 80. Beattie, por supuesto, no comparte la perversidad y sequedad de Raymond Carver, ni la amplitud de Richard Ford. Lo que en sus historias me agrada más es la propia Beattie, la voz de un narrador comprensivo, irónico y humorista que dota a sus historias de una amplia riqueza y a veces los salva. Con todo, esta algarabía que la rodea poco tiene que ver con su incierta juventud. Beattie asistió a varias escuelas públicas para finalmente graduarse con D como promedio. En definitiva no la chica más lista de la cuadra. Pero sí muy trabajadora. En un mismo año, antes de que el New Yorker aceptara su primera historia, Beattie mandó 22 historias una tras otra. Después de una semana de vacaciones en Oaxaca, mirando las olas del mar y durmiendo perfectamente, lo primero que hice fue traducir este breve y didáctico y famoso cuento, no tan bien como debería, pero excepto por dos o tres cosas al principio el resto del cuento es legible. Los autores de minificción de seguro aprenderían bastante leyendo estos cuentos que pocas veces rebasan las 11 cuartillas y... No, olvídenlo, es mucho pedir.

Janus
El bol era perfecto. Quizá no lo que escogerías de hallarte frente a una repisa de boles, y no la clase de objeto que inevitablemente llamaría la atención en una feria de artesanías, aunque aún así poseía presencia real. Era tan previsiblemente admirado como un perro corriente que no tendría razón para sospechar que podría ser divertido. Y de hecho, un perro como ése era con frecuencia llevado (y traído) junto con el bol.
Andrea era agente inmobiliaria, y cuando pensaba que ciertos compradores potenciales podrían ser amantes de los perros, soltaba a su perro y colocaba el bol en la casa en venta. Ponía un plato para el agua de Mondo en la cocina, tomaba la ranita de plástico chirriante de su bolso y lo tiraba al piso. El perro se abalanzaba deliciosamente, tal y como lo hacía a diario, ladrando alrededor de su juguete favorito. Casualmente el bol se hallaba sobre una mesa de café, aunque recientemente lo había colocado sobre la carpeta blanca de la cómoda, y sobre una mesa laqueada. Una vez lo colocó sobre una mesa de cerezo debajo de una naturaleza muerta de Bonnard, que tenía su propio bol.
Quienquiera que haya comprado una casa o haya querido vender una, de seguro conoce algunos de los trucos usados para convencer a un comprador de que la casa es de verdad especial: fuego en la chimenea a media tarde; lilys en un jarrón en el fregadero; quizá el ligero aroma a primavera, provocado por una gota de esencia vaporizándose sobre la bombilla de una lámpara.
Lo maravilloso respecto del bol, pensaba Andrea, es que resultaba sutil y notorio –la paradoja del bol . El barniz era de color crema y parecía destellar sin importar bajo qué luz fuera colocado. Tenía algunos puntitos de color –diminutos destellos geométricos- y algunos de estos se matizaban con motas plateadas. Eran tan misteriosos como células vistas bajo el microscopio por lo que resultaba difícil no estudiarlos, pues destellaban, resplandeciendo un sólo segundo, antes de volver a su forma anterior. Algo respecto de los colores y su azarosa disposición sugería movimiento. La gente que gustaba de los muebles rústicos siempre hacía un comentario sobre el bol, pero también sucedía que quienes se sentían confortables con los Bierdermeier lo admiraban de la misma manera. Pero el bol no era sí de ostentoso, o tan notorio al punto que alguien sospechara que había sido colocado deliberadamente. Al entrar a la habitación se fijarían primero en lo alto del techo, y sólo cuando sus ojos bajaran de ahí, o se alejaran del reflejo de la luz del sol sobre una pared blanca, verían el bol. Entonces se dirigían a él inmediatamente y comentaban. No obstante, solían titubear al intentar decir algo. Quizá porque se encontraban en la casa por una razón seria, y no para notar un simple objeto.
Una vez Andrea recibió la llamada de una mujer que no había ofertado nada por la casa mostrada. Aquel bol, dijo, ¿sería posible investigar en qué lugar los dueños habían comprado tan magnífico bol? Andrea fingió no saber de lo que le hablaba la mujer. Un bol, en algún lugar de la casa. Ah, sobre la mesa debajo de la ventana. Sí, ella preguntaría, por supuesto. Dejó pasar un par de días y entonces llamó de vuelta para decir que el bol había sido un regalo y los dueños no sabían dónde había sido comprado.

Cuando el bol no era llevado de una casa a otra, descansaba sobre la mesa de café de la casa de Andrea. No lo tenía envuelto cuidadosamente (aunque sí lo transportaba así, en una caja); lo tenía en la mesa porque le gustaba verlo. Era suficientemente grande por lo que no parecía particularmente frágil si alguien golpeaba de refilón la mesa o si Mondo tonteaba hacia él mientras jugaba. Le había pedido a su esposo que por favor no dejara las llaves de la casa en él. Se suponía que debía estar vacío.

Cuando su esposo advirtió el bol por primera vez, lo miró con curiosidad y luego sonrió, brevemente. Él siempre la había incitado a comprar las cosas que le gustaran. En los últimos años habían adquirido tantas cosas como para hacer las paces con todos aquellos años de escasez de cuando eran estudiantes graduados, pero ahora que se habían sentido confortables durante un buen tiempo, el placer de las nuevas posesiones menguó. Su esposo dijo del bol que era “bonito“, y se alejó sin tomar el bol para examinarlo. No tenía mayor interés por el bol que ella por su nueva Leica.

Estaba segura que el bol le traía suerte. Con frecuencia las ofertas eran para las casas donde lo había colocado. En ocasiones los dueños, a quienes se les pedía estar fuera o salir durante el tour de muestra, nunca se enteraban que el bol había estado en su casa. Una vez, sin embargo –y no podía imaginar cómo-, dejó el bol atrás, y llegó a sentir tanto miedo de que algo podía haberle pasado, que rehizo el camino deprisa hacia la casa y suspiró de alivio cuando la dueña abrió la puerta. El bol –explicó Andrea. Había comprado un bol y lo había dejado sobre la cómoda para protegerlo mientras guiaba por la casa a los probables compradores y ella… Sintió que debía correr por sobre la disgustada mujer y recoger su bol. La dueña se hizo a un lado, y fue sólo cuando Andrea corrió hasta la cómoda que la mujer la observó con extrañeza. Segundos antes de levantar el bol, Andrea supo que la dueña debía haber visto ya lo perfectamente situado que estaba. Justo para que la luz de sol golpeara en su parte más azul. El jarrón había sido desplazado a la parte más alejada de la cómoda, y el bol predominaba. Durante todo el camino a casa, Andrea se preguntó cómo es que pudo dejarlo. Era como dejar a un amigo en una excursión, tan sólo yéndose. En ocasiones el periódico mostraba historias de familias que olvidaban a un niño en cualquier lugar y conducían a otra ciudad. Andrea, en cambio, había andado sólo una milla antes de acordarse.

En su momento, soñó con el bol. Y en dos ocasiones, soñando despierta muy de mañana, entre el sueño y la última siesta antes del amanecer, tuvo una visión de él. Llegó como un punto nítido que la sobresaltó por un instante –el mismo bol que veía todos los días.

Tuvo un año provechoso vendiendo propiedades. La fama se propagó, y pronto se hizo de más clientes de con los que podía sentirse confortable. Albergaba el tonto pensamiento de que si tan sólo el bol fuera un objeto animado entonces podría agradecerle. En ocasiones quería hablar a su esposo sobre el bol. Él era corredor de acciones, y a veces hacía saber a la gente lo afortunado que era al ser esposo de una mujer con tan fino sentido estético que, sin embargo, funcionaba también en el mundo real. Eran muy parecidos, de verdad –estaban de acuerdo en ello. Eran gente tranquila, reflexiva, lenta para hacer juicios de valor, pero casi obstinados una vez llegaban a una conclusión. A ambos les gustaban los detalles, pero mientras que a ella le atraían las ironías, él se mostraba impaciente y desdeñoso cuando los asuntos se volvían ambiguos o confusos. Ambos sabían esto, y era la clase de tema sobre el que podían hablar estando solos en el auto, camino a casa después de una fiesta o tras un fin de semana con los amigos. Y sin embargo ella nunca le habló del bol. Durante la cena, mientras intercambiaban las noticias del día, o mientras yacían sobre la cama escuchando el estéreo y murmurando incoherencias soñolientas, Andrea se sentía tentada de llegar a ello y decirle que pensaba que el bol de la sala, el bol color crema, era responsable de su éxito. Pero no lo hacía. Ni siquiera podría comenzar a explicarlo. Algunas veces, por la mañana, veía el bol y sentía culpa por mantener un secreto así de constante.

¿Podía ser que existiera una conexión más profunda con el bol, una relación de algún tipo? Rehizo su pensamiento: ¿cómo podía imaginar semejante cosa cuando ella era un ser humano y aquello era un bol? Era ridículo. Sólo hay que pensar en cuántas personas viven juntas, amándose unos y otros… ¿Pero era siempre tan claro? ¿siempre una relación? Estos pensamientos la confundían, y sin embargo permanecían en su mente. Ahora existía algo dentro de ella, algo real, de lo que nunca hablaba.

El bol era un misterio; incluso para ella. Y era frustrante, porque su envolvimiento con el bol implicaba un claro sentido de buena fortuna no correspondida. Habría sido más fácil responder si se le hiciera alguna clase de demanda en respuesta. Pero eso sólo sucede en los cuentos de hadas. El bol sólo era un bol. Aunque no creyera en ello ni por un segundo. Lo que creía es que era algo que amaba.

En el pasado, había conversado con su esposo sobre alguna nueva propiedad que estaba por vender o comprar –confiándole sutiles estrategias trazadas por ella misma con el fin de persuadir a dueños que parecían listos para vender. Y de pronto dejó de hacerlo pues todas sus estrategias tenían que ver con el bol. Se había vuelto más deliberada al respecto, y más posesiva. Lo colocaba en casas sólo cuando ahí no había nadie, y lo removía tras dejar la casa en cuestión. Y en vez de sólo mover un jarrón o un plato, removía todos los objetos sobre la mesa. Debía obligarse a tratarlos con cuidado, porque no le importaba nada de ellos. Sólo deseaba tenerlos fuera de vista.
Se preguntaba cómo terminaría todo. Como con un amante, no existía un escenario exacto sobre cómo las cosas llegarían a su fin. La ansiedad se volvió la fuerza operante. Sería irrelevante si el amante corriera a los brazos de otra, o escribiera una carta antes de partir hacia otra ciudad. El horror radicaba en la posibilidad de la desaparición. Eso era lo que importaba.
Se levantaba por la noche y miraba el bol. Nunca le pasó por la cabeza la idea de romperlo. Lo lavaba y secaba sin ansiedad, y al transportarlo con frecuencia de una mesa de café a un esquinero de caoba o a donde fuera, lo hacía sin temer un accidente. Estaba claro que no era ella la que dañaría al bol. Simplemente lo llevaba, y lo dejaba a salvo sobre una superficie u otra; no parecía que alguien pudiera romperlo. Y un bol, además, es un pobre conductor de electricidad: no sería golpeado por ningún rayo. Y con todo, la idea del daño persistía. No pensaba más allá de eso –de lo que sería su vida sin el bol. Tan sólo seguía temiendo que algún accidente pudiera ocurrir. ¿Por qué no? En un mundo donde la gente dejaba plantas en sitios que no les correspondían, de modo que los visitantes se engañaran con la idea de que esquinas oscuras recibían la luz de sol –un mundo lleno de trucos.

Andrea vio por primera vez el bol varios años atrás, en una feria de artesanías que había visitado en secreto, con su amante. Él la había animado a comprar el bol. Ella no necesitaba más cosas, le dijo. Pero fue llevada hacia el bol y permanecieron cerca de él. Luego se dirigió al siguiente puesto y él fue tras ella golpeando el borde contra su hombro mientras ella pasaba los dedos sobre una escultura de madera. “¿Sigues insistiendo en que compre eso?” dijo. “No” dijo él. “Lo compré para ti.” Le había comprado otras cosas antes de eso –cosas que le gustaban más, al principio: el anillo negro y turquesa de niño que se colocó el meñique; la caja de madera, larga y delgada hermosamente tallada en cola de milano, que usaba para guardar clips; o el suéter gris y suave con morral. Fue idea de él que cuando no estuviera ahí para tomar su mano, ella lo haría por sí misma, apretando las manos dentro de la bolsa que llevaba enfrente. Pero con el tiempo sintió más apego hacia el bol que hacia cualquier otro regalo. Intentaba negarlo. Poseía cosas que eran mucho más notables o valiosas. Y el bol no era un objeto cuya belleza te saltara de pronto; mucha gente debió seguir de largo antes de que dos personas lo vieran aquel día.

Su amante decía que era siempre muy lenta para saber qué amaba de verdad. ¿Por qué continuar con su vida tal y como era? ¿Por qué ser dos caras?, preguntó. Ese fue su primer movimiento hacia ella. Y cuando ella no se inclinó a su favor, y no cambió su vida para ir con él, él le preguntó qué la hacía pensar que podría tener ambas cosas. Entonces hizo su último movimiento y se marchó. Era una decisión para romper su voluntad, para hacer añicos todas sus ideas intransigentes respecto de honrar compromisos anteriores.

El tiempo pasó. Sola y de noche en la sala, con frecuencia observaba el bol sobre la mesa de café, callado y seguro, sin iluminación. A su manera era perfecto: un mundo partido en dos, profunda y suavemente vacío. Cerca del borde, incluso bajo la luz oscura, el ojo se movía hacia un pequeño destello azul, un punto de fuga sobre el horizonte*.

*Chafitraducción: Mauricio Salvador.

posted by Unknown @ 5:54 AM, ,

Donald Barthelme's Syllabus


A NON-READER PURSUES A LITERARY EDUCATION ARMED WITH NOTHING BUT THE DON’S TOP EIGHTY-ONE.
Donald Barthelme reunió en dos libros casi toda su producción de relatos breves en dos colecciones tituladas 40 stories y 60 stories, que son indispensables para la imaginería posmoderna que permeó principalmente la década de los setenta cuando John Barth, el mismo Barthelme, Stanley Elkin, y William Gass dieron fuerza a un tipo de historia metaficcional donde casi siempre el tema era la ficción misma. Por supuesto uno pecaría al adheririse a esta idea incondicionalmente. Un paseo por los cuentos de Barthelme muestra que la línea que iba de Hemingway y pasaba por Cheever y los escritores sureños no se había roto del todo ni lo haría. John Gardner considerado por muchos también un posmodernista) escribió en 1977 una diatriba titulada On Moral Fiction donde atacó a los posmodernistas por su solipsista y casi anal obsesión por la forma. On Moral Fiction coincide con críticas feministas y de carácter multicultural. A la larga, como sabemos, los posmodernistas bajaron la guardia y permitieron que la nueva oleada realista (que siempre estuvo ahí) volviera en forma de fichas. Raymond Carver, Richard Ford y la chida dorada del New Yorker, Ann Beattie, conformaron, muy a su pesar y negativa, el llamado minimalismo o K-Mart realism.
La página de Jessamyn es la mejor página que hay de Barthelme porque es una recopilación de muchos cuentos, bios, fotos y lo que se imaginen sobre Donald Barthelme. Mis cuentos favoritos son A City Of Churches (recopilado en The Best Short Stories Of The Century) y Me and Miss Mandible.
Y todo esto es para dejar aquí un artículo largamente guardado en The Believer sobre la lista de libros que Barthelme recomendaba a sus alumnos. Recordemos que la parafernalia formal de los posmodernistas se alimentó mucho de las universidades y los grupos de escritura creativa. O'Connor, Cheever, Bellow, Borges, todos están ahí. El top 81 de Don, justo aquí.
Por cierto, City Of Churches y otros lo pueden escuchar en inglés. Lo estoy haciendo.
Mauricio Salvador.

posted by Unknown @ 10:55 AM, ,

Some People, Places & Things That Will Not Appear In My Next Post

Oh, ser un hombre mucho mejor de lo que soy
Johnny Cheever

1.- Cualquier tipo de descripción extramarital, extravagante o forzada que intente dotar de vida a algo que en sí carece de ello (yo). Descripciones del tipo: "Hay dos cosas en las que pienso últimamente y que me tienen obsesionado/a..." No a los recursos de perfil menor para conservar y generar comentarios que a nadie le interesan.

2.- Descripciones falsas y pseudo caóticas de días soleados o nublados, de períodos oscuros de depresión o de felicidad inexplicable: "Es temprano y parece que el cielo comienza a nublarse..." Lo hago porque no tengo nada que decir y porque mi sentido del pudor me impide escribir buenas bromas y buenos chistes. Además hace falta talento y sinceridad para haerlo bien. Uno se levanta por las mañanas y es verdad que al mirar por la ventana o al salir a dar una caminata siente deseos de poseer el oído y la mirada de Papá (el viejo Hem) para describir el paso apurado de las jovenes madres camino de la escuela cuando arrean del brazo a niños que poco quieren saber de la educacion, al menos en ese sentido estricto; o el encuentro casual de dos amigos que sólo provoca -a ellos y a los que se encuentran a su alrededor-, una incomodidad que funciona como campo gravitacional del que uno no puede extraerse. Están estos dos hombres y comparten lo mejor que pueden sus vidas y sus éxitos. Como ambos no alcanzan a comprender la idea que el otro tiene de éxito" deciden soltar pequeñas frases de admiracion hacia todo lo que ven -pues de esa manera el rasero que los mide no es tan exigente- y ligeras risitas de aceptación. No ven a su viejo y querido amigo a los ojos. Quieren correr. Quieren huir de la manera menos llamativa y uno querría hacerlo con ellos. Una carrerita deseperada. Al último intercambian teléfonos, correos electrónicos, se dan un abrazo y se despiden con la promesa de volver a verse pronto. Uno se va, otro se queda y todos sufrimos con el, deslealmente, por supuesto, porque vemos en su mirada perdida y en sus movimientos que algo en su cerebro se ha ablandado más de la cuenta. es posible que ahora se pregunte cómo es que ha sucedido eso con su viejo amigo de la infancia, con el chico con el que solía caminar trenzado a sus hombros mientras pateaban un feo balón desinflado, su viejo amigo, al que ya no puede ver más a los ojos.

3.- Cualquier comentario sobre la así llamada Blogósfera, sobre sus alcances y limitaciones. Por extensión, cualquier tipo de comentario sobre la imaginación posmoderna, moderna o lo que sea; nada de significados y significantes, nada de metaliteratura ni metafísica. Y por contraste, nada de lo asquerosamente real en el sentido del "realismo sucio". Nada de: "Los reto a que se coman su propia caca..."; o crónicas de borracheras y juergas que por momentos creemos increíblemente interesantes y capaces de abrir las puertas de la percepcion a los sufridos lectores de bitácoras.

4.- Nada de minificciones. No por un posicionamiento moral o estético sino porque me aburren. Tampoco disertaciones tolstoianas sobre el arte y el lenguaje; mucho menos sobre la destrucción del lenguaje y sobre las herencias de los grandes maestros que a los 26 años uno simplemente no puede entender. La destrucción del lenguaje y la metaliteratura son para maricas. Y conste que muchos de mis mejores amigos son maricas. Tampoco apuestas del arte por el arte; nada de kitch, nada de mierda policromática a menos que uno sea Henry "Bola Caliente" James.

5.- Ninguna clase de proselitismo excepto por los siguientes: Johnny Cheever, Pipik, Saúl, Marvin o Martin (no recuerdo), la bella Lorrie, tío Derek, y uno mas que no recuerdo en estos momentos. Esto conlleva que no aparezcan listas sobre los diez mejores libros del siglo (en la humilde pero soberbia opinión de un blogger) o el año o la mierda.

6.- Por último, no es hora de que aceptemos que el hombre es algo más que su habitación oscura de persianas abajo, más que su código postal? The hell con todas las exclamaciones de poder ante la invencibilidad del arte, ante las ideas que creen que el lector pide a gritos que jueguen con él, que lo maltraten, que lo hagan sufrir, como si el lector no tuviera una vida propia e interesante, preocupaciones reales, como si el lector fuera un ser que ha esperado por ellos todo este tiempo para que lo hagan pensar y salir a flote. Ese lector (pasivo/activo, macho/hembra, como quieran) es un hombre o una mujer inteligente y cada día se levanta a vivir una vida propia, y es capaz de encontrar significados ocultos sin que ningún muchachito escritor de ficciones le venga a decir lo que es la vida; este hombre o esta mujer es capaz de querer y de ser una mejor persona sin que nadie le diga que es lector pasivo o activo y sin que le hablen de él todo el tiempo. Tampoco tiene tiempo de leer textos de especialistas ni mucho menor leer obras que refieren "exquisitamente" esas obras de especialistas. Este hombre o mujer ve con condescendencia a los jóvenes escritores que van por ahí con su saco y sus lentes de pasta porque sus alcances son cortos, su imaginería posmoderna no es suficientemente viva para él o ella, y porque él o ella tienen sexo como cuaquier persona normal. Lo que pasa, es que estos jovenes escritores de saco sobrio y lentes de pasta han delegado en el lector sus propias responsabilidades.

7.- Cero cuestionarios o cadenas que los blogueros acostumbran mandarse unos a otros como si no tuvieran mejores cosas que hacer. Porque a fin de cuentas qué significa esta introspección y cuestionamiento de uno mismo sino la certeza de que en uno mismo sólo laten ilusiones y deseos que no podemos llevar a cabo. Mejor ocultar mi miseria y mi realidad de pocos alcances.
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Donald Barthelme's Syllabus, en The Art Of Fiction
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Acaba de salir el segundo número de Mil Mamuts, Revista Latinoamericana de cuento.
ÍNDICE N° 2
. Editorial
. Breves:
. "Efecto mortal", por Pablo Ramos
. Brevísima charla con Damián Tabarovsky
. Fragmento de un prólogo de Luz Mary Giraldo
. Un microrrelato: "Precocidad", de Flavio González Mello
. Señor mamut (la carta del número)
. Patricia Suárez (Arg): “Los viejitos”
. Gustavo Zappa (Arg): “Perdidos en la ficción”
. María Teresa Andruetto (Arg): “Cuervos sobre una chiva”
. Dossier: Eduardo Muslip (Arg)
. Comentario de Elsa Drucaroff
. “Power rangers”
. “Los pájaros”
. Justo Arroyo (Pan): “La pregunta”
. Rodrigo Rey Rosa (Gua): “Hasta cierto punto”
. Glauco Mattoso (Bra): “Mundo perro”
. Luis López-Aliaga (Chi): “El Pelito Ortague y los días jueves”
. De Ushuaia a Tijuana, por Oscar Grillo

posted by Unknown @ 10:45 AM, ,

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John lives in Toronto and is a freelance illustrator and a designer/animator for CHUM Television. He writes about , design, and visual culture under the pseudonym Robot Johnny

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Claire Robertson is an illustrator and toy from Melbourne, Australia. While her illustration clients have included The New York Public Library, Scholastic and Cambridge University Press, it’s her blog Loobylu.com that brings her the most joy and which has attracted the most attention with rave reviews in the Wall Street Journal, WIRED Magazine and The Guardian.

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This blog is a multi-author blog devoted to illustration, art, cartooning and drawing. Its purpose is to inspire creativity by sharing links and resources. Albert Einstein said, “The secret to creativity is knowing how to hide your sources,” but what the hell did he know anyway? The site was conceived by John, like all good ideas, while goofing off at work.

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