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The Art Of Fiction

posted by Unknown @ 9:07 PM, ,

Viva La Tropicana, de Leonard Michaels


Leonard Michaels

VIVA LA TROPICANA
Traducción de Mauricio Salvador

Antes de la Segunda Guerra Mundial, Cuba era conocida principalmente por el azúcar y por el sexo, aunque también había una playa muy popular de arena importada de Florida, y grandes hoteles como el Nacional donde por diez dólares podías conseguir una habitación con vista a la bahía, y casinos manejados por gángsters americanos cuyos rostros aparecían en la revista Life, como Meyer Lansky y mi tío, Zev Golenpolsky, que podía multiplicar grandes sumas en su cabeza y abrir un candado con las manos. Como fuera, los habaneros celebraban a Zev por su baile –rumba, mambo, cha-cha-chá-, ritmos que se escuchaban cada noche en Nueva York, Miami, Ciudad de México, y en casi todos los lugares de Centroamérica y algunos de América del Sur, donde Zev había viajado como bailarín de exhibición hasta que lo atrapó el gusto por los peces gordos de la mafia, y pronto estaba haciendo algo más que bailar.

Cuando venía de la Habana, Zev se quedaba en Manhattan con nosotros. Amaba a mi madre, Rosey, viuda del gemelo de Zev, mi padre. Cuando murió en un accidente de avión, de regreso de una convención de editores de revistas en Chicago, Zev se afligió mucho más que yo. Apenas conocí a mi padre. Él y mi madre, que era muda, habían vivido separados desde que yo tenía cinco años. Así que no me afligí mucho, pero ver a mi tío donde una vez había visto a mi padre era moralmente inquietante, especialmente cuando se veían igual. El apacible hombre de negocios fue remplazado por el bailarín y gángster. Inquietante, aunque casi siempre pareció natural pues Zev había estado visitándonos desde que tengo memoria. Creo que Zev siempre amó a mamá, o amó tanto a su hermano que no pudo que no pudo mantener las manos lejos de su viuda. No gastaba el tiempo en Brooklyn, con su propia esposa e hijo.

Después de la cena, me iba a mi habitación a hacer tarea. Zev permanecía con Rosey sentado a la mesa de la cocina. Fumaban y él hablaba. Yo escuchaba el ruido del encendedor, una cuchara tintineando contra una salsera, y el duro y lento zumbido de la voz de Zev. Mi madre lo dejaba hablar la mitad de la noche, aunque debía levantarse temprano para ir a trabajar a Ludmilla´s, fabricante de vestidos. Ella era una sastre que podía reproducir de memoria lo que sea que viera en un desfile de modas, y hacer cambios en el diseño sin pérdida del estilo. También tomaba decisiones sobre telas y construcciones que ahorraban en los costos de manufactura.

Cuando Zev se quedaba toda la noche, desayunaba a solas, y al escuchar que me iba a la escuela mi madre salía de su habitación y me atrapaba en la puerta. Me abotonaba el abrigo o insistía en que llevara una bufanda, o me miraba con la pregunta: ¿No necesitas un suéter? Luego me besaba y yo captaba los aromas de su sueño y los vestigios del perfume que había usado la noche anterior. Comprendía que el ritual de despedida por la mañana era sobre todo un recordatorio (para ambos) de que yo tenía una madre. Algunas veces Zev la llevaba fuera y no regresaban por días. Encontraba dinero en la mesa de la cocina junto con el número telefónico del hotel. Nunca llamé al número.

Cuando Zev estaba fuera de la ciudad, mi madre veía a otros hombres. Era atractiva y nunca le faltaron pretendientes. Zev no era celoso, pero si ella comenzaba a interesarse por otro hombre, Zev podía hablar y ella se pasearía con moretones hasta que él recobraba su afecto. No creo que la haya golpeado alguna vez en la cara.

Su relación era apasionada y por otro lado incomprensible, al menos para mí. Yo creo que sentían que se veían muy bien juntos como para romper. La alta figura de Zev, las facciones eslavas y grueso cabello amarillo, y el cabello rojo de ella, y faldas a los muslos abiertas por un lado, las piernas destellando mientras él la hacía girar sobre el piso. No es que los hubiera visto bailar alguna vez, pero los imaginaba levantándose de su mesa en la orilla de la pista de baile, y otras parejas rodeándoles en la pista, como en una película romántica.

Zev me daba cosas como relojes, cámaras, plumas fuente y bicicletas. Siempre estaba dándome cosas. Me daba daba, y tomaba a mi madre siempre que tenía ganas.

La primera vez que escuché aquella música, estaba en un Chevy Bel Air, manejando a Brooklyn con mi primo Chester. Tenía alrededor de quince. Él tenía dieciocho. Me llevaba una sala de billar en Kings Highway, Brooklyn, donde veteranos de la Segunda Guerra Mundial se juntaban. Entre ellos, Chester se sentía importante porque sabían su nombre y apreciaban sus habilidades en el billar. Era zurdo y un natural en cualquier deporte que intentaba.

Chester usaba zapatos de cocodrilo, como los zapatos de baile de Zev, y una esclava de dura plata, con un nombre marcado, que era la moda en la escuela, como los penny loafers y las bobby socks. Imitaba a Zev, y le gustaba alardear de las conexiones de su padre en la Habana. Tras un viaje a la Habana, Chester se jactó de una aventura con una prostituta cubana, una joven mujer negra que, según Chester, estaría orgullosa de tener un bebe suyo. A mí me impresionaba esta historia, y la creía por completo, aunque aún así me sentía mal por él. Zev no amaba mucho a su esposa o a su hijo, y sospechaba que eso tenía que ver con los excéntricos y showy elementos de la personalidad de Chester que lo hacían un tipejo encantador, irresistible para las mujeres y odioso para los chicos.

Mientras manejábamos, Chester prendió la radio y el deejay, Symphony Sid, comenzó a hablarnos. Su voz estaba llena de conocimiento sobre las maneras de New York, y dijo que podíamos atrapar a Tito Puente ese miércoles en el Palladium, casa de la música latina, Cincuenta y cinco y Broadway, calle arriba desde Birdland, casa del jazz. Luego Symphony Sid colocó una tonada de Puente llamada “Ran Kan Kan.” Chester orillo el auto al bordillo, apagó el motor, subió el volumen, y dijo: “¿Sabes qué música es esta, Herman?”

Yo sólo sabía que él iba a hacer algo alocado. Se lanzó fuera del auto y comenzó a bailar sobre el asfalto, con los zapatos de cocodrilo mostrando un destello apagado. “Mambo cubano,” dijo, presionando su palma derecha contra el vientre, mostrándome el origen de la música, y cómo corría a través de las caderas y piernas hasta los pies. Bailaba como si tuviera una mujer en sus brazos, o como si la música misma fuera una magnífica mujer, como Abbe Lane o Rita Hayworth, con la sustancia mamaria y el calor tan favorecido a finales de los cuarenta y principio de los cincuenta. Chester exhibía a esta mujer con fiera y formal adoración. Su espalda derecha, los hombros nivelados, y su cabeza alta en la arrogante postura de los bailarines de flamenco, aunque moviéndose de una manera menos angular, y su mambo marcado por diferentes titubeos.

“Mambo cubano, Herman. Ritmo caliente.

El espectáculo de Chester bailando en pleno Nueva York, en medio del tráfico, era embarazoso, pero sabía bailar, y me era placentero. Lucía muy macho, y yo podía ver por qué le gustaba a las chicas, aunque él estaba exhibiéndose para complacerme, como para que le admirara, lo que era patético puesto que él era mayor. Chester no dejó de insistir en que saliera del auto y bailara con él en la calle. Le importaba. Tenía que hacerlo, e insistía en que yo lo hiciera.

“Vamos. Te enseñaré.”

“No en la calle.”

“¿A quién carajo le importa?”

“Vuelve al auto, Chester.”

“Baila, Herman.”

“No puedo.”

“Puedes caminar, puedes bailar. Te mostraré.”

Por la manera en que sus pies acariciaban el suelo, supe que era un bailarín natural. Él sabía que yo no lo era. Chester siguió con el mambo y no dejó de insistir hasta que, finalmente, lo estaba haciendo también –con auto consciencia, intimidado por el talento de Chester- sucumbiendo al amor de Chester por esa música y ese baile en el cual vi la sombra del tío Zev, que se movía en una vida más grande, lejos en elegantes casinos de La Habana donde glamorosas mujeres y hombres peligrosos gozaban cada noche.

Una tarde, con ciento cuarenta y cinco dólares del dinero de Zev, fui a una tienda de mascotas y compré un beagle. No era un cachorro pero sí joven e inexperto. En Riverside Park, solté al perro y éste despegó siguiendo algún rastro. No le había dado un nombre, así que sólo me puse a gritar “Ven aquí.” Era sordo a mis gritos. Con la nariz pegada al suelo, en un delirio olfativo, el beagle se desbocó hacia el tráfico donde lo golpeó un camión. Salió disparado por los aires unos quince pies, y luego se detuvo. Muerto. El beagle había pasado de excitado a muerto. Yo estaba conmocionado y avergonzado, y me alejé de ahí, como si no fuera mío.

Es ridículo pero el olfateador beagle me recordó que odiaba el aroma de los cigarros de Zev, que perduraba espesamente en el baño, como una niebla insalubre. Se tomaba su tiempo ahí, leyendo el periódico o dando una fumada.

Al llegar de la escuela veía en el recibidor sus amarillentas y golpeadas maletas de cuero de Gladstone, cubiertas por todos lados con estampas del caribe. Anunciaban la presencia de Zev y su presencia llenaba las habitaciones. El humo y el zumbido de su voz en la mesa de la cocina, y el sonido de sus zancadas a lo largo del corredor de madera afuera de mi habitación, me hacían sentir pequeño y olvidado, como si no tuviera un espacio para ser. Zev se llevaba a Rosey, y yo siempre estaba llorando por ella hasta que otra persona comenzaba a crecer dentro de mí, un plañidero secreto a quien le dejaba todo el dolor.

Con los años, quise ir a Cuba, pero si no hubiera sido por Nana, mi novia, bien podría nunca haber hecho el viaje. Ella hacía su residencia en un hospital de San Francisco, convirtiéndose en una gastroenteróloga. Tenía un estrecho y definido propósito en la vida. Y me deprimía pensar que yo sólo tenía un vago interés en escribir artículos para revistas. Luego, como dándome un propósito, llegó una invitación para un festival de cine en el Instituto de Cine de Cuba, que envió la invitación asumiendo que yo era alguien importante. No tenía créditos en la pantalla, pero mi nombre había aparecido en Variety, en una pequeña noticia que decía que me encontraba escribiendo un guión acerca de un viaje europeo de descubrimiento en la Islas del Pacífico. De hecho, había sido contratado para escribir un tratamiento, no un guión, basado en un artículo que había escrito sobre el Capitán Cook en Hawaii, que apareció en la sección de viajes de un periódico de San Francisco.

Había escrito sobre el genio místico del Capitán Cook, su coraje, y su muerte terrible. El artículo atrapó la atención de un director, Leigh Armitage, quien pensó que podría convertirse en una película, y que comenzó a venderme como un erudito en el Capitán Cook. Yo sólo había leído los diarios de Cook, y sabía que había muerto en la playa durante una escaramuza con los nativos. Muy presumiblemente se lo comieron. A sus compañeros oficiales les dieron un costal de huesos, pero no antes que hubieran bombardeado la isla, prendiendo fuego a la villa. Esa podía ser una escena mayor en la película. La nave de guerra transportaba mujeres hawaianas. Se decía que se mostraban emocionadas, y no aterrorizadas, por la belleza de las llamas y por la devastación.

Escribí sobre la extraña relación de Cook con el agua y con el cielo, su don para saber dónde se encontraba en aguas donde nunca había navegado y, sin mapas, para saber dónde se encontraba la tierra más próxima. Era mi héroe, quizá, porque llevaba mares desconocidos en mi interior. Leigh me contrató para escribir un tratamiento, mi nombre apareció en Variety, y me invitaron al festival de cine en La Habana. Me sentí feliz, como si justo hubiera alcanzado algo o estuviera en la víspera de alcanzarlo. La vida en el negocio del cine parecía tan buena como la vida real. Nana comenzó a llamarme Capitán Cook, que le parecía gracioso.

Recuerdo el refunfuño de Zev, “Puedo olerlo.” Había detectado un cambio inquietante en su ambiente mental, pues mi madre estaba loca por otro tipo. Ella asumía que Zev tenía mujeres en Miami o Cuba, pero eso no fue obstáculo para que la acusara de ponerle los cuernos. Y se volvió loco y destructivo, rompiendo vasos y cuadros. Ella apuntó hacia él con un dedo para decir: “Tú, yo no.”

Yo entré en escena cuando llegaba de la escuela. Ella estaba asustada y lucía como si no hubiera dormido en días. Me dirigí hacia las maletas de Zev y encontré su pistola. Dijo: “¿Tú crees que golpearía a Rosey?” La había golpeado bastante, pero eso fue lo que dijo, y por un instante sufrí una duda. “Nunca apuntes una pistola a nadie a quien no quieras matar,” dijo. “Bájala.” Apunté el arma hacia su cara. Mis manos no temblaban. Tampoco lloraba. Entonces Zev dijo: “Más tarde te enseñaré cómo quitar el seguro. Ahora regrésala a la maleta mientras hablo con Rosey.”

Durante casi un año, mi madre había estado enamorada de Santos. Él era un abogado que conoció en un almuerzo de negocios al que había acudido con su jefe. Los ojos de Santos eran asiáticos, y su piel de color del bronce. Era hermoso de una manera ni masculina ni femenina. Una belleza trascendental, o de efecto divino. Vestía trajes hechos a mano y playeras blancas, un sombrero gris de ala ancha con una pequeña pluma verdinegra en la banda. Fumaba delgados cigarrillos negros. Sus manos eran delgadas, finamente formadas. Estaba aprendiendo el lenguaje de manos para que mi madre pudiera comunicarse con él. Zev nunca se molestó en aprender.

Y por mi parte, no tenía que aprender. Podía escuchar a mi madre. Como escuchar una voz en sueños, sin sonido, que hablando una lengua o ninguna, podía entender. Nunca me pregunté sobre el misterio de escucharla. Antes del lenguaje la gente se comunicaba. De otra manera, no podría haber lenguaje, sólo telepatía mental, quizá, y algunos poderes primitivos. Se dice que el lenguaje se inventó para esconder nuestros pensamientos. Mi madre no me ocultaba nada. Me hablaba con música, o con algo que me producía placer. Ningún sonido, ni palabras, sólo una corriente de puro significado incluso si sólo decía la más banal de las cosas. San Agustín y Tolstoi creían que la comunicación sin palabras es básica para amar.

Podía olvidarme que estábamos en un lugar público y reprocharle, diciendo “No ahora,” o “No puedo,” que atraía una atención confusa. Después me di cuenta que podía escucharla diciéndome que me abotonara el cuello del abrigo, o que me sonara la nariz, o que me peinara, o que llegara temprano a casa, o que saliera por comida china, o que la ayudara a completar su declaración de impuestos. No sabía realmente cuándo me decía algo. Sus estados de ánimo y sus pedidos y sus deseos se filtraban hacia mi mente. Me encontraba molesto, o me sonaba la nariz o automáticamente me arreglaba el cabello. Una vez, comenzó a hablarme durante una película. La películas la aburrían. Grité: “Por favor, cierra la boca. No tenías que venir conmigo.” La gente cercana se movió a lugares más alejados. Ella se sintió avergonzada y herida. Tuve que rogarle para que me perdonara.

Una noche, Zev interceptó a Santos en el lobby del edificio. El portero telefoneó y me dijo que le dijera a mamá que bajara. Cuando llegamos Zev se había ido y Santos estaba sentado en el suelo cerca del elevador. Su delicada y ligeramente ganchuda nariz estaba rota. La sangre rebosaba de su oreja y le corría a lo largo del cuello, manchando la camisa de rojo. Sus ojos lucían rojos y pulposos. Por primera vez, tuve miedo de Zev; e incluso lo odié un poco, pero había una especie de fascinación mezclada en ello, lo que uno sentiría al ver un edificio en llamas y gente saltando por las ventanas. No una sensación buena, más bien vergonzosa, pero no tenía nada que ver conmigo, y le habría ocurrido a cualquiera. Una mezcla de temor y odio. Sientes una cosa, y también la otra.

Diez días más tarde, después que Rosey y Santos obtuvieron los resultados de su test de Wassermann, se casaron. En aquellos días uno necesitaba una prueba que no tenía sífilis. Quizá nada es tan relevante para el matrimonio. Santos era un buen hombre, sensible, cortés, religioso, pudiente, etc. No tenía nada contra él, pero los pensamientos desagradables sobre mi madre comenzaron a resultarme tan densos que creí que lo mejor era dejar la ciudad, irme muy lejos, y nunca volverla a ver. Como sucedió; ella y Santos dejaron la ciudad. Nunca más los volví a ver.

Habían pasado muchos años desde la última vez que habíamos hablado, pero reconocí la voz al instante.

“Vas a ir a la Habana,” dijo.

“¿Cómo lo sabes, tío Zev?”

“Lo sé. Necesito un favor.”

“Lo que sea.”

“Hay una mujer en la Habana. Consuela Delacruz. Voy a decir esto sólo una vez, así que escucha bien. Ve con Consuela. Identifícate. Arrodíllate a sus pies.

“¿Arrodillarme?”

“Di que tu tío Zev continúa adorando el suelo sobre el que camina. Dile que besa sus pies y que le es más querida que su propia vida. ¿Tienes una pluma? Voy a decirte como decirlo en español.”

“No entiendo.”

“Te estoy hablando del amor vivo de un viejo. ¿Has escuchado sobre el amor? ¿Qué es lo que tienes que entender?”

“¿Estás seguro de que podré encontrarla?”

“Trabaja en el Tropicana.”

“¿Cuál es la historia? ¿Puedo saberla?”

“No tienes que saber,” dijo, pero después dijo un poquito más.

En 1959, cuando Fidel hizo su avance triunfante por las calles, con el Che Guevara y Celia Sánchez, un doctor y la hija del doctor, Zev estaba entre la animada multitud preguntándose qué hacer con su vida. Era indiferente a la revolución, excepto porque ponía fin a su ingreso mafioso. Había dejado Cuba junto a sus colegas del negocio de apuestas, pero estaba enamorado de Consuela Delacruz, y ella se negaba a partir. Luchar con el inglés, comprar pan y huevos en una tienda americana, sería una humillación insufrible. Además, Zev estaba casado, lo que la molestaba mucho.

Dije, “La encontraré.”

Santos y mi madre compraron una casa en los suburbios de Chicago, donde Santos tenía familia y pertenecía a un culto llamado “Seguidores.” Su símbolo era una margarita, que sigue el arco del sol. El culto combinaba la historia cristiana (----) con otros mitos antiguos de nacimientos de vírgenes y dioses sacrificados. El culto también compartía una teología panteísta traída de Spinoza. En los servicios usaban tambores. Y el sacerdote cantaba en lenguas africanas. Los servicios podían durar dos o tres días. Conozco el culto, que es secreto, sólo porque cuando Santos y mi madre se casaron en Nueva York, atendí la ceremonia e hice un montón de preguntas a Santos. Mi madre, para mi confusión, no podía confesar ser una creyente.

Santos restringió su trabajo legal para el culto. Mi madre dejó el negocio de la ropa. Santos predicaba en reuniones del Medio Oeste. Ambos se convirtieron en sacerdotes. Cada tanto, antes y después de su muerte, mi madre me alcanzaba. Dejaba de decir lo que estaba diciendo para escucharla. Nana veía mi repentina y abstracta expresión y decía, “Dile que deje de hacerte esto. Es como estar con media persona. Dile a la bruja que se detenga.”

“No sé si puedo,” dije.

Hubiera aterrorizado a Nana si le hubiera dicho que mi madre y Santos habían sido asesinados años antes en una guerra de cultos. (Ella abrió la puerta una noche y la mataron a tiros. El asesino o los asesinos encontraron después a Santos).

“Haz que se detenga,” dijo Nana. “No voy a compartir tu mente con otra mujer. Es peor que la infidelidad sexual. Nunca confiaré en ti hasta que te libres de ella, Herman.”

Había una suerte de satisfacción en dejarla rabiar en la ignorancia, pero las protestas de Nana también me desesperaban. Nunca me libraría de la voz de mi madre.

Permanecí en Nueva York, solo en el departamento, cuando mi madre y Santos dejaron la ciudad. El departamento había sido puesto en venta. Nana pensaba que estaña embrujado. “Me siento observada,” dijo, y no me dejaba tocarla a menos que fuéramos a otro lado. Una noche, después de una ducha, dejé la ventana del baño abierta y una paloma entró volando. Traté de echarla fuera por la misma ventana. La paloma estaba desesperada, aleteando de habitación en habitación, golpeándose contra los muebles y las paredes. Tenía miedo de que fuera a romperse un ala o golpear su pequeño cerebro contra la pared.

No era la primera vez que vivía solo, pero sin mi madre estuve viviendo solo durante semanas, y Nana no quería tener sexo en el departamento, y ahora el ave histérica. Abrí todas las ventanas. La paloma pasó zumbando sobre mi cabeza. Finalmente le grité, le dije que se largara y muriera.

Cuando Nana obtuvo la residencia en el hospital de San Francisco, yo trabajaba en el negocio de las revistas, un trabajo editorial que había conseguido a través de un amigo de mi padre. Dejé el trabajo y seguí a Nana a San Francisco y encontré un departamento cercano al de ella, aunque difícilmente la veía excepto cuando se encontraba de humor. La ponía de malas cuando quería tener sexo porque sospechaba que tenía otra novia y que sólo la veía a hurtadillas, lo que no tenía sentido. La residencia de Nana la mantenía tan ocupada que bien podría haber tenido diez novias.

Conseguí un trabajo como mesero, y después como mensajero en bicicleta. Los fines de semana intentaba escribir artículos para revistas y periódicos. Luego vino lo del Capitán Cook, y la invitación a Cuba. Pensé que Nana se impresionaría.

“Me invitaron a un festival de cine en Cuba.”

“Te conseguiré Tetraciclina. Llévala contigo. Podrías enfermarte, Capitán Cook.”

“Gracias. ¿No quieres saber si voy a aceptar la invitación?”

“Por supuesto que vas a aceptarla, Capitán.”

Su actitud era exasperante. Dije, “Nadie quiere medicina de un doctor con tatuajes. Desearía que te lo hubieras quitado.”

“Cuando tú le digas a la bruja doctora de tu madre que te deje de hablar, entonces pensaré en quitármelo. Ahora me gusta y me quedo con él.”

En lo que toca a Zev, continuó en la Habana trabajando como barman en el Tropicana, el club donde alguna vez había deleitado a la concurrencia con su baile. No dejó Cuba hasta que lo obligó el gobierno revolucionario.

En 1996, el ministro de economía desenterró libros de contabilidad en el Hotel Capri, y descubrió las iniciales de Zev al lado de ciertos personajes una y otra vez hasta la víspera del Año Nuevo, 1959, indicando que él había sido el responsable de grandes sumas de dinero proveniente de apuestas no sólo del Hotel Capri, sino del Nacional y de el Tropicana también. La Revolución quería saber a dónde había ido ese dinero a parar. Cuando Batista voló a la República Dominicana, no hubo suficiente tiempo para recolectar todas las ganancias de los casinos. Zev hizo copias de los recibos que había mandado a la mafia en Miami, probando que había facturado el dinero de los casinos a Batista antes de que éste volara. En un arranque de indignación, Fidel ordenó la expulsión de Zev.

Fidel dijo, “Quiero el dinero sólo para quemarlo en tu cara.”

Zev había sido el contacto entre los casinos y los oficiales de Batista. En la noche que Batista dejó la Habana, Zev condujo por O’Reilly Street hacia los muelles y luego hacia la caseta de entrada. En el maletero del auto llevaba varias maletas repletas con ganancias de los casinos, en dólares y certificados de bancos, que Batista no había recolectado y que no había sido sacado de Cuba antes de que Castro tomara el poder. En Miami esperaban el dinero. Los soldados dieron a Zev una foto de Batista. Cruzando los ojos de la foto, Batista firmaba siempre con el nombre de su madre. La foto estaba firmada, pero a cruzando la boca, no los ojos, y Batista estaba escrito con tres T’s en vez de dos. Zev comprendió que los soldados, a quienes nunca había visto, intentaban engañarlo y quedarse con el dinero. De manera amable, como divertido por la pequeña broma, les pidió el recibo verdadero. Ellos se rieron y le palmearon la espalda, felicitándolo por su agudeza e inteligencia. Dijeron que no podría darle uso al recibo auténtico. Su intención era pasar el dinero a la Revolución y así escapar de los tribunales de Fidel y de los pelotones de ejecución. Zev, por su parte, debía entregar el recibo a gente de Nueva York que también tenía pelotones de fusilamiento. Zev se rió, también, y rompió el cuello de uno de los soldados con su cuello y destripó al otro con una navaja mientras sus risas resonaban en la caseta. Otros soldados estaban presentes. No se movieron mientras Zev revisó los bolsillos de los soldados muertos hasta encontrar el auténtico recibo, y luego, mostrando la espalda a los soldados, encendió un cigarrillo, dio unas cuantas fumadas, lo tiró al piso bajo el taco de sus zapatos. Abrió una de las maletas, tomó un fajo de billetes y lo lanzó al suelo, luego regresó las maletas al maletero del auto y se alejó. Zev pasó esa noche con Consuela.

“Regresa el dinero o dalo a la Revolución,” dijo ella.

“Tengo el recibo. El dinero es para ti y para los niños.”

“Cuba va a ser un estado socialista. Nadie va a necesitar dinero.”

Zev me dijo todo esto. Fue muy parecido a los viejos días cuando me contaba cómo conseguía las mejores mesas en los centros nocturnos. Ahora, 1987, considerando la mala fortuna de la economía revolucionaria, Zev se figuraba que Consuela se sentiría agradecida de tener el dinero y de venir a los Estados Unidos. Debía explicar eso a Consuela, leyendo en español del dictado que me había dado Zev por teléfono. Ella sabía del dinero. No sabía lo que Zev había hecho con él. Aquella noche en la Habana, veintiocho años atrás, yaciendo en los brazos de Consuela, Zev hizo un plan que sería puesto en acción si continuaba amando a Consuela.

“Soy una persona realista. Los sentimientos mueren,” dijo.

Siete años después, unas semanas antes de que Zev fuera deportado, seguía enamorado de Consuela. Su hijo tenía cinco años.

Basándose en el diseño de huellas digitales del pequeño pulgar del niño, Zev había trabajado en una fórmula. Lo trasladó a una gráfica. Esta gráfica describía las distancias proporcionales entre las líneas de la huella del pulgar, que podían ser extrapoladas en las distancias entre los picos y caídas a lo largo de la línea de una llave que abriría una cerradura de una caja de seguridad en Zurich. La segunda cerradura de la caja de seguridad sólo podría ser abierta por una llave en poder del banco.

La llave original de Zev, confeccionada por él mismo, junto con la cerradura, fue destruida después de probar la cerradura. Para reconstruir la llave, el hijo de Zev –ahora de veintisiete años- debía suministrar la huella del pulgar. Sólo una persona, su amado hijo cubano, podría entrar al banco en Zurich y presentar el pulgar. El banco haría entonces la llave para abrir la caja, que contenía certificados de depósito. Su valor se había incrementado y podrían ser resarcidos por muchos más millones de los que Zev se había llevado de los salones de apuesta de Cuba. Había esperado siete años en Cuba amando a Consuela. Y había esperado más de veinte años alejado de ella. Y no la amaba menos.

El 17 de diciembre, a las diez PM, dos horas antes de la celebración del nacimiento de San Lázaro, entré a el Tropicana buscando a Consuela Delacruz para decirle que ella y su hijo eran ricos en dólares y en el inmortal amor de mi tío. Imaginaba a Zev acurrucado en un pesado abrigo oscuro, su cara inclinada contra las rachas cortantes del invierno, moviéndose esforzadamente a través de una acera congelada de Nueva York desde su oficina hasta la limusina. Mi corazón estaba con él aunque cuando sabía que podía ser un cruel y malhumorado hijo de puta. Pero ya era viejo, no más el que solía ser, y yo le debía algo in the way of sentiment. Le estaba proporcionando tibieza en el solitario invierno de su vida. Incluso me sentí honrado cuando tío Zev me pidió ese favor. A lo mejor traicionaba ciertas memorias, o una alianza con mi madre. No estoy seguro de lo que se suponía debía sentir. Sentía lo que sentía.

Hubiera sido útil tener una foto de Consuela, y yo había pedido una pero no había tiempo para hacérmela llegar y además Zev sólo tenía fotos de su amado hijo que le habían sido enviadas a través de la Sección de Intereses Americanos en la Habana. Mientras las relaciones entre Cuba y Estados Unidos empeoraban las fotos dejaron de llegar. Por supuesto Zev sabía cómo debían lucir Consuela y su amado hijo. No hizo ningún esfuerzo para describírmelos.

Pasé por una pasillo de arcos de medio punto, luego por un lobby, y entré por la más grande puerta de club nocturno del mundo. En una amplia curva de semicírculos concéntricos, filas de mesas de manteles blancos se extendían hacían un vasto y curvo escenario. Había árboles por todos lados, altas y extravagantes palmeras entre las paredes de una catedral natural abierta al cielo nocturno. Me dirigí hacia una mesa cercana a la orilla del escenario. Un mesero se acercó. Saqué mi libreta y dije, “Donde puedo encontrar, Consuela Delacruz?”

Ron y Coca-Cola,” dijo él.

La música comenzó, las luces parpadearon, los bailarines aparecieron en la pista central.

Alcé mi voz. “Consuela Delacruz. Ella trabaja aquí.”

“¿Cubra libre?”

“Okay,” grité, una palabra tan universalmente comprendida como Coca-Cola. Intenté de nuevo cuando la bebida llegó. Se fue. ¿Estaba leyendo incorrectamente? ¿Pronunciando mal?

Karl Marx dijo, en el espíritu de su maestro Hegel, “Nada puede detener el curso de la historia,” pero aquí era el Tropicana, en un suburbio de la Habana, una aérea y geométrica maravilla de la arquitectura de los cincuenta. Sobre el escenario, como en los días pre-revolucionarios, seguía la ostentosa artificialidad de rutinas de baile de tetas y traseros tipo Las Vegas, un espectáculo de vulgaridad magnífica y exuberante, la herencia de sensacionalismo bacanal cultivado por los gángters ítalo-judío-americanos. El régimen comunista permitía la existencia del Tropicana por el bien de los dólares americanos, aunque el juego estaba prohibido. La mesas de un casino tras otro fueron destruidas por masas alborotadas. Las prostitutas no se paseaban más por las calles, pero los escenarios del Tropicana quedaron intactos para que mujeres casi desnudas bailaran en él.

Viva La Tropicana, me dije y miré a mi alrededor buscando a mi mesero y mi bebida. Se dirigía hacia mí, acompañado de una delgada y alta mujer negra, muy guapa, entrada en los cuarenta. En sus ojos había un brillo duro, y una expresión de disgusto en la línea de sus labios mientras se detenía ante mí y colocaba la bebida en la mesa. Me arrodillé y comencé a leer en español de mi libreta. Tocó mi hombro para detenerme. La miré, estaba sonriendo, sus ojos ligeramente inquisitivos.

“¿Zev?”

Asentí. Entonces me alzó, me besó en la mejilla y me arrastró consigo por el pasillo curvo que seguía el escenario, y luego detrás de éste en la oscuridad repleta de cables a todo lo largo del suelo, deteniéndose sólo para mirarme boquiabierta, esperando escuchar lo que no podía decir, haciendo unas quince preguntas. El español cubano es más rápido que todas las lenguas, pero aún cuando ella hablara con la lentitud de los muertos, no habría podido entender nada. Seguía sosteniendo mi mano, apretándola con ansias de saber lo que no podía decirle. Gradualmente, advirtió que en mis ojos no había esperanza, nada de español, pero insistió:

Norteamericano? ¿Brook-leen?

Luego, jalando más fuerte, me llevó con ella por un pasillo trasero y lateral al escenario hasta un callejón, como si fuera otra parte de la ciudad, ya no el Tropicana. Me condujo hacia dos mujeres medio desnudas, cuyas cabezas eran glorificadas por una montaña de coloridas plumas, y sus vestuarios por lentejuelas. Estaban practicando pasos de baile juntos, y no nos notaron hasta que Consuela me colocó enfrente de una de ella. Dirigiéndose a mí, dijo, “La niña. Zeva.” Y a ella: “Tu padre lo mandó. Anda, habla con él. Háblale.” La Niña miró a su madre y luego a mí, sus grandes ojos oscuros llenos de incomprensión. La palabras emergieron, como experimentalmente, “¿Vienes de parte de Zev?”

“Yes.”

Ella era la media hermana de Chester, el amado hijo de Zev, mi prima. Me lo tuve que decir a mí mismo antes de decírselo a ella, “Soy tu primo.” Ella lo repitió a su madre quien se mostraba extrañamente reservada, incluso cuando un momento atrás no había tenido reparos en besarme; sonrió y dijo, “Ah.”

Zeva dio un paso hacia mí. De una manera dulce y formal, me besó en la mejilla, murmurando, “¿Nos envió dinero?”

Yo susurré, “Más de lo que imaginas.”

En la entrada principal las esperé hasta después del último show. Zeva salió vistiendo vaqueros, camiseta blanca y sandalias, luciendo como una universitaria americana. Consuela se había adelantado por el auto, un viejo Chevy, como los que Chester solía manejar años atrás, pero con las puertas y la defensa oxidados, golpeado. Fue un largo y complicado viaje. El auto producía aromas enfermizos de gasolina mientras nos tambaleábamos a lo largo del Malecón. A la izquierda, las olas rompían contra la pared de contención y se alzaban altas en el aire antes de golpear los parapetos y deslizarse en retirada, colapsándose a todo lo largo de la acera y la avenida. A la derecha, de frente al océano, filas de viejas, grises y sufridas fachadas, y edificios con columnatas y ornamentación barroca, en decadencia; trágicamente bellos en su decadencia. Tuve un vislumbre de mosaicos árabes y del sofisticado vidrio de candelabros colgantes, oropeles colgantes entre lazos de ropa cruzando las habitaciones donde alguna vez los ricos habían cenado y bailado. Dimos vuelta a la derecha, entrando a una gran plaza, luego por una callejuela apenas alumbrada. El ruido del Chevy aumentó, haciendo eco contra lo edificios en la sombra. No había otro sonido que el estridente y metálico traqueteo, ninguna voz, tampoco música. No había nadie alrededor.

Esta era la Ciudad Vieja. Zeva y Consuela tenían un departamento en un edificio de tres pisos de fachada muy estropeada, balcones de herraría elaborada, piezas que se caían, rejas de hierro sueltas de sus sostenes, y grandes ventanas carcomidas por el agua y los hongos. El departamento era largo y muy estrecho, con piso de linóleo, lo que en Estados Unidos llamarían de escopeta[1]. Cables desnudos sostenían las luces del techo. Baúles y mesas estaban cargados de figurines de porcelana, ceniceros, fotos enmarcadas, y de innumerables baratijas de vidrio, como en una tienda de segunda mano sobre algún personaje famoso. En la cocina nos sentamos a una mesa oval de formica. La superficie imitaba el mármol gris y estaba rodeada por una tira de aluminio. La patas también eran de aluminio. Me imaginé que en L. A., en una tienda de antigüedades, la mesa con las cuatro sillas sería vendida por varios cientos de dólares como un auténtico mueble de los cincuentas.

Zeve contempló sus manos cuando terminé de contarle la historia que Zev me había contado. “¿Cuál pulgar?”

“¿No son los mismos?”

“Quizá sólo uno es el correcto. Voy a darte huellas de los dos, o puedo cortarme los dos. Se los llevarás a él.”

“Él te quiere completa,” dije.

Consuela, respetuosa de nuestras deliberaciones, esperó a que concluyéramos. Después que Zeva le contara la historia comenzó una discusión. No podía entenderla, pero adivinaba que tocaba viejos desacuerdos –Zeva quería ir a los Estados Unidos pero Consuela no. Consuela se puso de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándonos. Luego, desde su imponente y rígido enojo, se inclinó abruptamente y me abrazó, abrazó a Zeva y se alejó por el estrecho pasillo.

Zeva dijo, “Está cansada. Se va a dormir. Tú te quedas a pasar la noche. Ella lo quiere así. Te prepararé una cama cerca de las ventanas, o toma mi habitación. De todas maneras no voy a poder dormir. Esto es terrible. Terrible. No conozco a Zev, pero debe ser un tipo irreflexivo. ¿Cómo me pudo hacer esto? ¿A nosotras? Durante años hemos vivido de promesas. El departamento es nuestro. Casi nuestro. Lo estamos comprando poco a poco. Y ahora tú traes nuevas promesas de él. Ella quiere decirle todo a las autoridades. No será bueno para ti. Estoy seguro que te detendrán. Ven, te mostraré.”

La seguí hacia la ventana.

La calle lucía oscura y parecía vacía, pero mientras miraba hacia la oscuridad la luz de la luna reveló a un hombre en la esquina, de aspecto normal, vistiendo un simpático sombrero de paja, con las alas bajas al frente y atrás.

“¿La policía?”

“Es el representante del barrio. Le dirá a la policía acerca de tu visita. Querrán saber qué es lo que hemos hablado.”

“Somos primos. Hablamos de Zev. Me hablaste de ti, de tu trabajo, de tus estudios. De donde aprendiste inglés. ¿Dónde aprendiste inglés?”

“No lo sé.”

“¿No lo sabes?”

“Después que deportaran a Zev, mi madre perdió el favor de la gente. Perdió su trabajo en el Tropicana. Se lo regresaron después, pero durante años hizo otros trabajos, principalmente cocinando y limpiando para la familia de un diplomático holandés. Me llevaba consigo todos los días y jugaba con los hijos. La familia hablaba inglés y español para asegurarse que los niños hablaran los dos. Como los niños, también hablé inglés. Y cuando cambiaron al español, también yo lo hice. Había otras lenguas. La familia del diplomático había vivido en Indonesia. Para mí, era puro significado. El idioma era irrelevante.”

“No hablas un inglés de niño.”

“Lo estudié más tarde en la escuela.”

“Cambiar de idioma es como cambiar de amante.”

“¿Has cambiado muchas amantes.”

“¿Tú lo has hecho?”

“Puedo contarlos con un solo pulgar. ¿Crece uno y madura de un amante a otro y a otro? ¿Y con el primero siempre eres un niño? Quería trabajar en el servicio exterior, por eso estudié inglés. Me gustaría viajar. Soy buena para los idiomas, pero ligeramente negra, y bastante mujer. Las oportunidades no vienen a mí. Mi madre dice que Zev habla nueve idiomas. Y ella se rehúsa a admitir que entiende una palabra en inglés. Ella lo obligó a hablarle en español. Si un hombre te ama, dice, debe probarlo cada día. Cuando Zev le hablaba, siempre en español, le recordaba cuánto la amaba. Ella es una verdadera cubana, muy cálida y amorosa, y cuando me contó lo que Zev le había hecho a los soldados de Batista, no había piedad en su voz. Le pregunté por qué no. Me dijo, tu padre es un hombre. Dime cuánto dinero hay para nosotras.”

El hombre en la calle prendió un cigarrillo y alzó la vista, la luz del encendedor iluminó sus ojos. Lo saludó con una mano. Él miró hacia otro lado.

Ella dijo, “Los norteamericanos creen que todo puede ser una broma.”

“¿Qué me puede hacer?”

“¿Te gustan el arroz y los frijoles? Podrías sólo comer arroz y frijoles durante un buen tiempo.”

Estábamos muy cerca el uno del otro, acostumbrados a nuestra proximidad; familiar. No era un sentimiento norteamericano. Podía escuchar su respiración apresurada cuando dije, “Unos dos millones de dólares.” Tomó mi mano y dijo, “¿Es verdad?”

Mi prima era muy atractiva. Coloqué mi brazo sobre sus hombros. Ella se inclinó hacia mí, como si hubiéramos crecido juntos, dos chiquillos latinos, siempre tocándose.

“Me gustan el arroz y los frijoles,” dije.

No me detuvieron en Cuba. No me hicieron nada; nadie hizo preguntas. Volví al Tropicana, hasta que Zeva me dijo que era tonto que siguiéramos hablando más.

“¿Qué le voy a decir a tío Zev?” pregunté, como si mis sentimientos no estuvieran lastimados.

“Lo sabrás antes de que te vayas. Ellos se comunicarán.”

“¿Quiénes?”

“Nuestro líder. Ahora vámonos.”

En la última noche del festival de cine, fui invitado a una gran cena, con cientos de personas, al Palacio de la Revolución. Largas mesas en líneas paralelas, con grandes pasillos en medio, estaban repletas de comida cubana. Los invitados caminaban a todo lo largo de las mesas, llenaban sus platos y luego regresaban por más. Al final sirvieron pasteles y excelente pastel helado cubano. Sin anuncio, Fidel apareció y la multitud se arremolinó a su alrededor, aunque esta era una multitud elegante y bien vestida, y sentían la necesidad de dejarle un espacio al frente. No pude acercarme pero podía ver sus hombros y su cabeza, su verde uniforme militar, su barba, y sus intensos ojos negros. Era el hombre más alto del salón, más de uno ochenta y cinco. Su cabeza era grande, leonina, heroica, inclinada ligeramente hacia aquellos que le hacían preguntas, escuchando con total seriedad. Contemplé un monumento. El hombre llamado Fidel era un monumento viviente a sí mismo. Por un momento, mientras hablaba a un hombre de la multitud, parecía estarse dirigiendo a alguien más. “Por supuesto,” dijo, “vamos a publicar las obras completas de Kierkegaard. Su gran libro, O lo uno o lo otro debería ser distribuido a cada cubano como si fuera dinero robado por algún gánster americano.” Me estaba hablando a mí.

Cuando mi avión aterrizó en Miami, busqué una cabina y llamé a Zev. Eran casi las cinco de la mañana, pero él me había pedido hablarle en cuanto llegara. Tan pronto como dijo hola, le dije que había visto a Consuela, y le hablé de su hija, Zeva, cómo hablaba varios idiomas, y de qué manera tan bella bailaba en el Tropicana, aunque sólo la había visto como una figura de lentejuelas más entre las otras, todas ellas agobiadas por masas de coloridas plumas. “Tío Zev, ¿por qué no me dijiste que el bebé era una niña?”

“No lo recordaba.”

“Oh, vamos.”

“Cuanto te haces viejo las diferencias entre niños y niñas importan poco.”

Le dije que Fidel dejaría ir a Consuela y Zeva a los Estados Unidos, pero con condiciones. O el millón de dólares regresaba a la revolución, o las mujeres nunca se iban.

“¿Te habló personalmente? ¿Te dijo eso?”

“Estaba hablando con otra persona, pero estábamos en el mismo lugar, y me estaba mirando. Sabía quién era yo, y quería que lo escuchara. Estoy seguro.”

“Te creo, pero sólo Zeva puede abrir la caja, y el dinero es suyo, no de Fidel. La llave es su pulgar. Pero yo tengo para él algo mejor que dinero, que también está en su pulgar. Espera en Miami. Agarraré un avión esta tarde. Quédate con mi amigo Sam Helpert. Pues encontrar su número en información. Si tienes razón respecto de lo de Fidel, entonces hay motivo para ser cautelosos. Cuando cuelgues mira a tu alrededor, Luego camina. Da cuatro o cinco vueltas como si no conocieras el aeropuerto. No bañas al baño ni a ningún lugar donde puedas estar solo. Mantente a plena vista. Luego busca otro teléfono y llama a Sam Helpert, y vuelve a mirar a tu alrededor. Reconocerás al que te está siguiendo, si es que hay alguien que te está siguiendo. Cuando Sam te conteste, descríbele al tipo.”

“Me estás asustando.”

“Llama a Sam y estarás bien. Nos vemos pronto.”

La llamada se cortó cuando yo gritaba, “Espera.” Quién demonios creía que yo era, ¿una persona sin nada que hacer más que dar vueltas alrededor de Miami? Colgué de golpe la bocina y comencé a caminar buscando mi vuelo a San Francisco, tan enojado que olvidé mirar a la gente a mi alrededor, pero no había nadie, de cualquier manera, sólo un hombre en una banca con el Miami Herald cubriendo su rostro, durmiendo. No me fijé en él. Tampoco me fijé en sus zapatos blancos. Estaba ciego de ira, moviéndome dificultosamente entre los pasillos donde tubos de luz fluorescente color pastel flotaban, sugiriendo una corriente sanguínea alimentando las extremidades del aeropuerto. Mi maleta de cuero golpeaba mis caderas, y mi respiración era fuerte. Me hablé a mí mismo, terminando la conversación con Zev, diciéndole que era “mi tío favorito” –mi único tío, de hecho-, y que lo admiraba desde que era un niño. Tras la muerte de mi padre, se comportó bien con mi madre. Zev me compró mi primer auto, no sólo la bicicleta y la cámara. Cuando mi novia de la preparatoria quedó embarazada, Zev encontró a un doctor en New Jersey y pagó la operación. Le debía mucho, pero estaba enojado.

Los filósofos dicen que nada en la mente es inaccesible a la mente. Es verdad. Descubrí que mi mente –no yo- había visto zapatos blancos, y registrado al hombre que dormía bajo el periódico, porque minutos después de la llamada, cuando me acerqué a un negocio de café, entre el tumulto, vi los zapatos blancos colgando de un banco y recordé haberlo visto antes –inconscientemente. Recordé lo que no sabía que sabía. También recordé el periódico, que el hombre seguía leyendo. Puse el dinero en la barra para pagar mi café y fui a un teléfono. Trataba de ser eficiente, aunque a las prisas, y todo mi cuerpo temblaba, pero marqué a Información, conseguí el número de Sam Helpert, y le marqué. Ni una sola vez miré a Zapatos Blancos. De haberlo visto hubiera apostado que sus ojos ocupaban un lugar muy alto en la cabeza, y que la cara era de textura gruesa, picada y repleta de cráteres desde la mejilla hasta el cuello, como si lo hubieran picado con un cincel y luego bañado en ácido. Alguien contestó el teléfono. Dijo, “¿Puedes oírme bien?”

“¿Sam Helpert?”

“Comienza a reír.”

“¿Qué?”

“Esta es una llamada divertida. Estás siendo vigilado.”

Reí. Reí.

“No lo exageres. ¿Cómo es el tipo?”

“Rubio. Ja, ja, ja. Tal vez uno ochenta de estatura. Cerca de los treinta. Un white trash cualquiera.” La expresión me sorprendió, pues provenía del miedo, como si fuera a asaltar al tipo. “Ja, ja, ja. Camisa hawaiana de flores azules y blancas, pantalones blancos, zapatos blancos de punta. Ja, ja, ja. Tengo miedo.”

“Mueve la boca, agita la cabeza, ríe, luego cuelga u busca un taxi. No corras. No te entretengas. No quieras llamar a un policía. Dile al taxista que te lleve a Bayside, y te deje en las banderas.”

“¿Las banderas?”

“Vas a ver un parque, y banderas a la entrada. Un corredor de banderas. Camina por el corredor. Hay tiendas a ambos lados. Sigue derecho, hasta que topes con una especie de saliente que da a la bahía. Junto a la saliente verás un camino. Baja por él y camina derecho. Repite lo que te dije.”

“Taxi a Bayside. Corredor de banderas.”

“Ríe.”

“Ja, ja, ja. Por las banderas hacia la bahía, bajar por el camino, seguir derecho. Ja, ja, ja, ja. ¿Y si usted no está ahí? Estaré solo, Mr. Helpert. ¿No sería más recomendable esperar a que haya gente en las calles? Ja, ja.

“¿Estoy aquí?

“Sí.”

“Ahí estare.”

“Pero no sería más recomendable…”

Como Zev, también colgó.

Otro ataque de furia. No estaba viviendo mi propia vida. Caminando, hablando, riendo, pero no era yo. No hubo en problema en conseguir un taxi.

En las banderas, tomé mi maleta dela cajuela y pagué al conductor. Me abandonó en la tremenda soledad oscura y electrificada de un centro de negocios, edificios altos y nuevos alrededor de otros más viejos que corrían junto al parque y la bahía, un centro comercial en la orilla de la bahía Biscayne. El corredor de banderas marcaba una inhóspita caminata hacia el centro comercial. Escuché el portazo de un auto. Me volví, observé al hombre de camisa blanca y azul salir de un taxi. Pensé en soltar la maleta y correr hacia la bahía, pero se suponía que no estaba al tanto de que me seguían. El agua se extendía ante mí, oscura, brillante, rayada por las luces en movimiento de lentos botes, y rozada en la superficie por las luces de la ciudad, definiendo la orilla. El concreto se acabó y se convirtió en una saliente. Vi el camino, lo suficientemente ancho para dos hombres. Bajé por unas escaleras. Abajo el agua golpeaba indiferentemente contra la pared. No había nadie a la vista a lo largo del camino, pero entonces vi a un hombre que más arriba descendía una escalera. Era más alto que el rubio, vestía rompevientos, jeans, y tenis. Se detuvo a encender un cigarrillo. Algún dueño de yates. Comenzó a caminar hacia mí por el lado de la pared, forzándome a ir por el lado del agua. Me puso nervioso, aunque había espacio para pasar. Caminaba de una manera suelta, atlética, ligeramente echado hacia delante. Mientras nos acercábamos, me miró a los ojos y dijo, “Buenos días, chico,” pasó a mi lado y enseguida escuché un grito y me giré. Vi al rubio de la camisa hawaiana patear, sacudir los brazos y volar por los aires sobre el parapeto. El tipo alto seguía con el arma extendida. Y presionó. Arrojó su cigarrillo al agua. El rubio cayó y golpeó provocando una enorme salpicadura, se movió hacia la pared, golpeándose levemente contra la superficie musgosa, buscando un sostén. No había ninguno. No podía salir por sí mismo. Halpert vino hacia mí. “Vamos.”

El rubio se retorció, los zapatos blancos se agitaban, y en la boca una oscura O cerrándose, hundiéndose, abriéndose de nuevo en una O, como si se tragara un tubo, los ojos enloquecidos.

“Se está ahogando,” dije.

“Vamos.” Comenzó a jalarme del brazo. Me zafé.

“Ese hombre se está ahogando, Mr. Halpert. No puede nadar.”

“Llámame Sam.”

En ese instante, junto a mi cabeza, un pedazo de concreto saltó de la pared –dejando un hoyo del tamaño de una manzana- y casi al mismo tiempo escuché el disparo. Mucho más ruidoso de lo que habría esperado. El rubio se hundía de nuevo, con un destello de metal en la mano.

Sam dijo: “Yo me llevo tu maleta, chico. Ahora salta por él.”

Yo grité: “Ahógate, maldito.” Me fui tras Sam.

Condujo, deteniéndose a veces en las señales de auto, y a veces no. No me importaba. El tiro no encontró mi cabeza, pero me había dejado una prueba de mi potencial para convertirme en una nada instantánea, mientras su rostro persistía en mi memoria, ojos y boca rogando por vida, ahogándose. Cortamos por zonas residenciales plenas del aroma dulzón de flores y vegetales muertos. Me recliné contra el asiento. Sentí el oscuro y sensual peso del aire y del silencio antes del amanecer, no verdadera oscuridad, pero tampoco la mañana. Noté solemnes y viejas higueras, elefantinas, siguiendo las guías, y casas blancas a un lado de la carretera.

“Podría ir por la autopista Dixie,” dijo Sam, “pero me figuro que querrás dar un vistazo a los barrios. ¿Habías venido a Miami?”

“No.”

“Nunca adivinarías lo poco que me cuesta vivir aquí.”

“Probablemente no.”

“No estás de humor para hablar, ¿eh?”

“¿Qué tal si se ahogó?”

“¿Y qué carajos te importa? Su nombre, por si te interesa, es Wally Blythe.”

“El nombre no significa nada, sólo su cara. Lo sigo viendo mientras se hunde.”

“Una cara como esa tenía que hundirse. ¿Hueles eso? Adivina qué es.”

“No lo adivino. ¿Qué es?”

“Mango. Estamos pasando por una huerta.”

“No veo ninguna huerta.”

“Cortaron la mayoría de los árboles. Árboles hermosos. Amo el mango. Bueno para la digestión. El promedio de muerte en Florida es mayor que el promedio de nacimiento, pero la población sigue creciendo. Cinco mil nuevos residentes cada semana. Necesitan casas. Adiós a los mangos. Aquí hay dinero, el suficiente para construir casas y grandes edificios.”

“¿Y drogas?”

“Pregúntale a tu tío, no a mí.”

“Me muero del sueño, pero me da miedo soñar con la cara del tipo.”

“Ahí está mi casa. Duerme y más tarde hablaremos.”

“¿Por qué me necesita Zev?”

“Eres de su familia.”

“Tiene un hijo.”

“Chester es demasiado ansioso como para complacer. Es un listillo y un timador. Sólo vería oportunidades para sí mismo, perdería de vista el objetivo. No hay mucha confianza entre Zev y Chester. Pueden hablar, pero el aire queda envenenado una hora después. Zev no quiere deberle nada a Chester. Tú eres su familia, y necesitas dinero.”

“Estoy agradecido, pero quiero ir a casa. Esperaba dormir en el vuelo hacia San Francisco, y mira dónde estoy. ¿Dónde estoy?”

“Al sur de Miami, a la orillas del condado de Dade. Hey, ¿te gusta la lucha en lodo? Tenemos lucha en lodo aquí en Miami Beach. ¿Qué dices? Chicas desnudas en lodo. Te alejará los problemas de la mente, y te hará sentir bien.”

“Debe haber algo malo conmigo. Sé que debería estar contento de que haya luchas en lodo, pero sólo me quiero largar de aquí. Extraño, ¿no es cierto?”

La casa de Sam era de estuco, de tejado plano y piso de azulejos rojos en la estancia y muy pocos muebles –un sillón de junco, sillas de junco, una mesa de café de vidrio, y un merendero con cuatro sillas. Ni cortinas ni alfombras. La casa de un soltero. Páginas de tiras cómicas, cortadas de revistas, estaban pegadas en una pared de la estancia, en parte cubriendo cuarteaduras de la tabla roca. Había una cocina pequeña, un comedor y dos habitaciones. Me llevó a una de las habitaciones. Dejé mi maleta, me desvestí y caí sobre un colchón de gruesa espuma sobre una base de madera contrachapada sostenida por ladrillos, a dos pulgadas del suelo. Podría haber dormido en el suelo. No me bañé, no oriné, no me moví. Extendido bajo una ligera manta de lana, cerré los ojos y sentí una ligera conmoción, como a punto de echarme a llorar, pero estaba muy cansado.

La voz de Sam regresó, diciendo, “No te preocupes, chico, verás a Zeva de nuevo.”

Sentí la luz a través de mis párpados, no luz de mañana sino el replandor caliente de la tarde.

“¿Estaba hablando en sueños?”

Estaba junto a la cama. Alto, con ojos pequeños y oscuros, muy juntos, y los hombros de un atleta, sosteniendo en la mano un vaso de jugo de naranja.

“¿Te la cogiste?”

Me senté y tomé el jugo de sus manos. “Me gusta.”

“Vamos a comer.”

Colocó mi maleta en el auto. Aparentemente no iba a regresar.

Reconocí los barrios por los que habíamos pasado más temprano en la semi oscuridad. Luego nos acercamos al centro de la ciudad y dejando el auto de Sam nos internamos en el lobby de un hotel. Una persona empujaba la aspiradora a través de la alfombra. En el comedor estaba dispuesto el buffet. Tomamos una mesa en una esquina junto a una gran ventana, la luz se filtraba a través de la blanca cortina de gasa, bañándonos con un brillo cenizo; como luz del desierto, con una sagrada intimidad. Sam y yo comimos en silencio, soldados en una misión. El café se sirvió al principio y al final.

Sam vio si estaba listo para escuchar. Quería hablar, decirme cómo iba la cosa, pero yo saboreaba el lujo de estar vivo, pensando literalmente cuán bueno es. Dijo, “Se trata de mujeres y poder. En Cuba, Fidel es conocido como El Toro. Él le dijo a Khrushchev que bombardeara Nueva York. Qué tipo.”

Sam se inclinó hacia mí, con regocijo en los ojos, esperándome a que saboreara la idea de bombardear Nueva York. Asentí para mostrarle que comprendía, eso es todo. Estaba inclinado hacia mí, gruñendo, apurándome a sentir algo que no sentía.

“Cuando Fidel estaba en las montañas no había mujeres.”

“¿Estaba pensando en las mujeres?”

“Estaba pensando en la Revolución. Fidel no es Kennedy. Fidel es un hombre. No tenía que probarlo. No tenía problemas con el sexo. ¿Pero qué sucedía con las mujeres? ¿Qué hizo?”

“Nada.”

“Exacto. Nada. Él no es Kennedy. No anda cazando mujerzuelas. Las mujeres venían a él. Toda mujer quiere coger con un dios. Pero a algunas mujeres las enviaban.”

“Enviadas por tío Zev. ¿Es eso?”

Sam agitó la cabeza y se frotó los ojos. Yo no tenía buen espíritu para escuchar.

“Juego, drogas, putas –es lo que mueve al mundo. Tú lees en el periódico que un gabinete oficial, con un equipo de cincuenta asesores, está aterrizando en Berlín. Ellos telefonean a Zev. Cherchez La provee las mujeres.”

“La agencia de modelos.”

“Incluso tú, una persona que no sabe nada de nada, ha oído hablar de ella.”

Sus orejas sobresalían ligeramente. Agachó la cabeza, como en una breve y avergonzada reverencia.

“Cuando era un muchacho, conocía las estadísticas de cada jugador de las Ligas Mayores. Podía decir la capital de cada país. Amaba los hechos. ¿Sabías que en el estado de Florida nunca estás a más de sesenta millas del mar? Tú sientes algo por la chica cubana de Zev. Quieres proteger su honor. Puede que incluso tengas sangre latina en tus venas. Y quizá morirías por La familia. Pero en este momento estás sufriendo por el shock cultural.” Sam golpeó la mesa con los dedos. “Estás en América. Miami es América. Intento decirte algo. Zev enviaba las mujeres a Fidel, y cuando regresaban de las montañas, Zev puso a algunas en aviones hacia Zurich, Caracas, Estocolmo y otras ciudades. Hoy viven en ciudades lejanas con sus hijos.”

“¿Hijos?”

“Todo está en el pulgar de Zeva.”

“Le dije que había dinero en Zurich.”

Sam sonrió y alzó una oreja. “No mentiste. Hay dinero, y hay información para localizar a las mujeres y a los hijos.”

“¿Puedes estar seguro quién es el padre?”

“Fidel es prepotente.”

“¿Qué es prepotente?”

“La mamá habría podido ser una enana de poco entendimiento y con una joroba, pero un hijo de Fidel habría crecido grande, guapo, listo, y se parecería a él. A los seis meses aprende a hablar y ya nunca se detiene. A los seis años está pateando traseros. Golpéalo en la cabeza con un bate y eso sólo hará que pelee más fuerte. El hijo de un héroe. Ahora Fidel está cansado. La Revolución ya no se percibe como su expresión personal. Sabe de los hijos, y está dispuesto a negociar.”

“¿A dónde quieres llegar?”

“Los hijos van a la Habana, Consuela y Zeva van a Miami. Zev quiere que tú encuentres a los hijos. Fidel los recupera, y Zev obtiene a Zeva. No vas a hablar con reporteros ni a vender la historia, o a hacer tratos a escondidas con las mujeres. Tampoco podrás contratar a otros. Zeva saldrá en un par de días y tú viajarás con ella a Zurich, irás al banco, abrirás la caja. Encontrarás dinero en efectivo, certificados de crédito, y los nombres y direcciones de las mujeres. Por cada una hay una dirección a donde el banco envía dinero. El gerente te mostrará el estado de las cuentas. Ve con las mujeres, encuentra a los hijos, ponlo en un avión hacia la Habana.”

“¿Cuántos hijos?”

“Nueve.”

“Podrían estar en cualquier lugar del mundo.”

“Creemos que uno está en Génova.”

“En Italia, ¿no? Muy conveniente. ¿Y si Consuela no quiere dejar Cuba?”

“¿Quién está preguntando qué es lo que quiere ella?”

En la delgada cara de Sam y en el destello de sus ojos pequeños y oscuros, vi el concepto que tenía de mí. No entendía el concepto, pero me figuraba que era yo.

“No puedo correr por el mundo. Hay cosas que debo hacer. Mi vida, así como es.”

“¿Como ir a la concesionaria y recoger tu auto? El nuevo clutch cuesta quinientos diecisiete dólares. Tu carro está en su lugar, y la casera dijo que lo manejará por la calle de cuando en cuando. Todas tus cuentas están pagadas. El regalo de cumpleaños de tu novia…”

“Ay, Dios.”

“¿Lo olvidaste? Le compramos a Nana unos aretes de Gump’s. Jade. Hacen juego con su tono. En caso de que estés interesado, está metida con uno de sus profesores. Es un tipo importante en la gastroenterología. Un gordo.”

“Mis nuevas gafas están en la oficina del doctor Schletter,” dije.

“No quieres ver esta foto. Aquí están tus nuevas gafas.”

Sacó un estuche de cuero café y lo dejó sobre la mesa. Lo guardé en mi chaqueta, sin mirar las gafas. Sam pagó la cuenta. Lo seguí hasta su auto, preguntándome. “Qué quieres decir con foto?” dije.

Sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta. “No quieres verla. Pero ya que preguntas.”

El sobre contenía una foto en blanco y negro tomada a través de la ventana de un laboratorio. Una mujer estaba de rodillas. El tipo vestía una bata. Un tipo grande, pasado de peso, cerca de los sesenta años, cabello plateado, en capas. Su mano izquierda despejaba el cabello de su nuca. Pude ver el tatuaje de Nana. Los pantalones y calzoncillos del tipo yacían en sus tobillos, arrugados, como la crema decorativa con que uno cubre un pastel. Miraba hacia la cámara, obviamente consciente de estar siendo fotografiado, y la manera en que alzaba el cabello de Nana era un intento consciente para revelar el tatuaje.

“Doctor Hubert Gondolph. Científico Investigador. Trabaja para la FDA. Primero lo grabamos pasando el dato a tu novia de una droga diez veces mejor que Tagamet. Su comité lo había aprobado para manufactura comercial. Era un secreto. Cuando le hicimos escuchar las cintas, comenzó a llorar. Luego aceptó ayudarnos para conseguir la fotografía. Mientras tanto, Zev compró acciones de la nueva droga. El precio dobló, y doblará otra vez. Tenemos que agradecerte, Herman. Saldrás de todo este asunto con un poco más de un millón de dólares. También compramos para ti, Herman.”

“Siempre fue una coqueta.”

“¿En serio? No me digas. Eso es terrible.”

“Dejé mi trabajo para seguirla.”

“Tira la foto.”

“No.”

“Bueno, todos deberíamos tener un recuerdo. Puedes enviarla por correo a la esposa del doctor Gondolph, pero ¿para qué? Él sólo intentaba salvar su carrera, y no te hizo nada personalmente. Y en cuanto a ella, si no hubiera chupado algún falo, seguirías siendo pobre. Peor, seguirías siendo insensible a sus verdaderos sentimientos y necesidades.”

El avión de Zev era un jet de dos motores y dos pilotos. La primera en bajar del avión fue una mujer negra de piel clara. Por un instante pensé que era Zeva. La misma estatura de Zeva, con las mismas piernas de bailarina, la postura estricta, el cuello aristocrático. Vestía una chaqueta negra de amplias solapas y un solo botón, una blusa color lavanda, y una corta y apretada falda. Los tacones altos enfatizaban los músculos de sus pantorrillas. La forma de sus muslos resultaba evidente en la falda. Junto a la puerta abierta del avión, miró hacia la pista hasta que advirtió el auto de Sam y habló hacia el interior del avión, a Zev.

“¿El piloto de Zev?”

“Y chofer, y guardaespaldas, y encargada de los negocios,” dijo Sam. “Penélope de Assis. ¿Te recuerda a alguien?”

“Excepto por los ojos.”

Los ojos estaban montados sobre las brillantes bifurcaciones de sus pómulos, como las aves salvajes hechas de diamante cortado. Podía ver, a quince metros de distancia, que era azules.

“¿Dónde la consiguió Zev?”

“En Río, cuando tenía ocho años, y bailaba en las calles, meneando el trasero al ritmo de la conga. Ha estado con él por años. Firma sus cheques, así que se cortés.”

“La hija de alquiler de Zev.”

“En su mente, nadie más es su hija. Pero Zev quiere espacio para las otras mujeres. ¿Entiendes lo que quiero decir?”

“No exactamente. Ahí está Zev.”

Bajaba por las escaleras del avión, con Penélope abajo, atenta, lista para atraparlo en caso de que perdiera el equilibrio. La miró, despreciando su preocupación. El cabello de cosaco de Zev seguía amarillo, firme, grueso como la miel, peinado hacia atrás, el viejo estilo de un dandi bailarín. Cuando miró hacia nosotros relumbró una dentadura perfecta de campesino en la cuadrada y dura estructura de aquella cabeza rusa, construida para los buenos golpes. Vestía un traje blanco de lino, camisa rosa y corbata de seda gris. No cargaba nada. No lo había visto por más de veinte años. Lucía tal y como yo lo recordaba.

Sam y yo dejamos el auto. Cuando Zev vino a nosotros, pude ver las suturas en su cuello y el peso abultado a cada lado de la boca, amplia y dura. Pero en sus sesenta y tantos, bien podía pasar por un hombre joven, incluso bajo el sol de Miami. La ojiazul Penélope de Assís estaba a su lado. Zev me abrazó, me palmeó la espalda y me sujetó con el brazo, su mano apretando mi hombro.

“Me usaste, tio Zev.”

Movió la cabeza con pesar y soltó mis hombros. El tono de su voz cargaba con el desánimo de viejas decepciones, como si lo hubiera dejado solo muchas otras ocasiones.

“Me hiciste un favor sin saberlo. ¿Te sientes usado?”

“Sí. Y ahora me estás pidiendo mucho más.”

“Di ‘Tío Zev, pides demasiado,’ y yo caminaré de regreso al avión y no habrá resentimientos.” Sus ojos verdes, rayados de amarillo, estaban fijos sólo en mí mientras extendía la mano izquierda hacia Penélope, con la palma hacia arriba. “Tienes una reservación, primera clase, en el siguiente vuelo a San Francisco. Sam te llevará al aeropuerto de Miami.”

Penélope dejó un ticket de avión en la palma de su mano. Él lo estiró hacia mí.

“Usa este boleto. Vuela en primera. Dilo ‘Tío Zev, sé que esto significa mucho para ti, pero yo no vivo para otras personas, ni siquiera para ti. Mi respuesta es no.’ Una limusina te recogerá en San Francisco. Desde la limusina llama a como se llame, la novia. Llévala a cenar esta noche adonde ella quiera. Yo lo pago. Me has hecho un favor. No espero más. Di no. Respetaré tu decisión. No te amaré menos por eso.”

“Tío Zev, dame una oportunidad de…”

“Si dijeras sí, ‘Sí, tio Zev,’ entonces tienes que saber que he hecho una reservación a tu nombre en mi hotel de Key Byscayne. Tienes vista a la bahía, y una lancha rápida a tu disposición. Tiene cien caballos de fuerza. Di sí y Penélope te llevará al hotel. Te comprará ropa decente. Di sí y dentro de una hora estarás vestido como el Príncipe de Miami.”

“No se trata de ropa y lanchas rápidas.”

“¿Quieres escribir un guión sobre el Capitán Cook? Es como cavar una zanja. Ellos ponen el sexo, la zanja se convierte en una alcantarilla. Eres blando como un marica. A lo mejor cavar zanjas te haría bien, Herman. No estoy aquí para hacerte perder el tiempo. ¿Sí o no?”

Le arrebaté el boleto de las manos y lo partí a la mitad.

Mirando los pliegues de piel bajo sus atigrados ojos de Genghis Khan, la textura granulosa de su piel dura, y el grueso cabello amarillo, cada hebra formando una trenza que saltaba de su alma imperiosa, me di cuenta que, aunque poco, adoraba a Zev y no podía verlo como lo que era, un hijo de puta. Penélope tomó el boleto roto y lo guardó en la bolsa de su chaqueta. Frugal.

“Muy bien,” dijo. “Hecho.”

“Preséntame a tu hija.”

Al decir ‘hija,’ la miré. En sus ojos no había simpatía. Si expresaban algo, más bien parecía enojo. Zev dijo, en voz baja y severa, “Penélope de Assís, él es mi sobrino. Herman Lurie.”

Ella dijo, “He esperado nuestro encuentro. Debemos hablar.”

“Sí. Hablen. Escúchala,” dijo Zev. “Ella sabe de ti. Sam y yo nos reuniremos más tarde para cenar. ¿Qué dices?”

“¿Cuál es la diferencia?”

“No se han dicho palabras más justas. Compra ropa. Luce bien. Da un paseo en la lancha. Penélope, explícale a mi sobrino cómo hay que vivir.”

Sam le dio a Penélope las llaves de su auto.

Penélope iba concentrada camino de Key Byscane, y no parecía querer hablar. Había atestiguado mi confrontación con Zev decidido, tal vez, que no tenía nada que decirme. Para ser amable, dije, “Espero no haberte causado problemas. No tenía idea de las complicaciones de mi viaje a Cuba. Ni siquiera sabía que existías hasta hace unos minutos.”

Ella gruñó y lanzó el brazo, como un golpe de revés en el tenis, golpeando mi quijada con el talón de su puño. Ciego, y por reflejo, mis manos se alzaron atrapando el siguiente golpe entre mis muñecas. El auto se meneó a derecha e izquierda, y ella lo recuperó con el freno, soltando grava. Nos detuvimos. Un demonio de fríos ojos azules y cauterizados, chilló:

¿Por qué no dijiste no y te largaste de aquí? ¿No conoces la palabra? Zev te dio una oportunidad de decir no, estúpido.”

Se giró, tensa, presionando la espalda contra el asiento y respirando profundamente. Cientos de autos y camiones pasaron antes de que ella volviera a encender el motor y regresara al tráfico. Seguimos hasta Key Byscane. Mi mandíbula estaba caliente y pulsaba. Quería tocarla, pero no me movía y me senté como un muñeco, aunque me mantenía alerta y febril. Esta era la verdadera hija de Zev, sangre o no. Una palabra equivocada y ella podría llevarnos directo contra una palmera. Su falda estaba doblada, levantada hasta su entrepierna. Gruñía de manera extraña. No con placer, sino como si estuviera sujeta a las feroces emociones que intentaba resistir. El gruñido se disolvió lentamente.

Mientras entrábamos a los alrededores del hotel, dijo que iría a la tienda, compraría ropa, y me las llevaría. “Puedes conservar lo que quieras. Y regresaré el resto.”

Ninguna charla sobre estilos, colores, materiales, talla o mi gusto por la ropa.

“Más tarde saldremos en la lancha. Querrás que vaya contigo,” dijo, como si fuera un hecho. “Aquí está la llave de tu suite.”

Podía ir a mi suite o sentarme en el bar, o dar una caminata por los alrededores, o mirar los árboles, las flores, las aves de la costa. Penélope me llevaría la ropa, luego pasearía conmigo en la lancha. En medio de la bahía Byscane, lejos de cualquier auxilio, la estrangularía. Fui a mi suite, me tendí en el sofá, me levanté y miré por la ventana, luego regresé al sofá, me repantigué, cerré los ojos, esperé, esperé… Hubo un golpe en la puerta. “Está abierto,” dije, y me levanté. Penélope entró con un montón de ropa que dejó caer sobre el sofá, luego me observó con una mirada extraña, como anticipando un placer inusual.

“Pruébate esto,” dijo, sosteniendo una chaqueta. No me moví. Nuestros ojos se encontraron. Dijo, “¿Quieres golpearme? Adelante.”

La bofetada la lanzó al suelo, con la chaqueta en las manos. Me incliné para arrebatársela, como si no me sintiera avergonzado de haber golpeado a una mujer, y me vestí la chaqueta mientras caminaba por la habitación, enfermo de arrepentimiento. Ella se levantó y me siguió. Nuestros reflejos aparecieron en el espejo de cuerpo completo empotrado al clóset. Sus ojos estaban húmedos. Se tocaba una de las comisuras con la lengua. Entonces dijo, “Esa chaqueta se ve bien. Pruébate los pantalones. Me gustan estos zapatos, también.” Lanzó la ropa sobre la cama, una pila para regresar y la otra para la que se quedaba. Vistiéndome y desvistiéndome bajo su mirada, comencé a sudar y a sentirme irritado conmigo mismo, metido en este desfile de modas. Dije, “Te estás divirtiendo un montón con esto.”

“¿Sigues enojado?” preguntó, recogiendo la ropa para regresar.

“No.”

“Eres del tipo irascible. El agua hará que se te olvide. Te veo en el muelle en diez minutos.”

Recogió toda la ropa a regresar, abrazando el montón contra su pecho. La puerta azotó detrás de ella.

Me puse un bañador y una de las nuevas y coloridas camisas, sin abotonarla. Alrededor de quince minutos después, caminé a lo largo de un sendero de losa hacia el muelle donde una docena de lanchas rápidas permanecían amarradas. Penélope estaba al volante de uno de ellos, una lancha rápida de dos motores. Vestía bikini negro y gafas oscuras. Solté la amarra del bote, subí a él y me senté a su lado. Los motores vibraron, exudando poder incluso antes de que yo las escuchara rugir y antes de sentir el movimiento. Penélope maniobró la lancha lejos del muelle, girando lentamente en la bahía, y luego la proa se alzó ligeramente y los motores nos alejaron rápido de tierra, y luego más rápido. Mientras nos internábamos en el corazón del espacio, el horizonte de Miami, el agua y el cielo se suspendían en el enorme trance de la tarde. Minutos después cortó el poder. Nuestro tambaleante y picado vuelo dio paso a la quietud y el silencio, destacando el aire azul sobre el vasto mar, como el santificado vacío de una catedral. El sentido se rindió a la sensación de la grandeza del ambiente y pareció entrar a una zona de sangre, intensamente alerta, sin pensamientos ni memorias. Mirándola, casi podía entender lo que era venir a la vida, como otra presencia, entre un hombre y una mujer, y casi podía sentir cómo debían tocarse por miedo a que ni uno ni otro existan y la nada invencible prevalezca. Pero no pensaba que quería tocarla.

Un avión comercial, por encima apenas del horizonte de Miami, demasiado lejos como para poder escuchar sus turbinas, parecía colgar inmóvil, como nuestra lancha a la deriva, en el quieto epítome de la tarde. A Penélope no le preocupaba hablar. Tampoco a mí. El silencio era total. Las gaviotas que giraban en la distancia no parecían reales, como si sólo fueran aspectos de la luz y pudieran aparecer o desaparecer en cualquier momento.

Penélope dejó el volante y se giró hacia mí, quedando de frente el uno contra el otro, nuestras rodillas también de frente. Observé su cuerpo lentamente, como si fuera mi privilegio. Mi mirada se movió luego hacia su cuello y su rostro. Noté que ella mascaba goma, un movimiento que daba a su cara una expresión bovina, aburrida, inconsciente, especialmente porque sus ojos yacían invisibles tras las gafas oscuras. Penélope debió comprender mi expresión. Se giró y escupió la goma hacia el agua. Luego se reclinó hacia atrás. Entre sus piernas, a cada lado del bikini, aparecieron rizos negros e hirsutos. Miré. Ella no hizo ningún movimiento para cerrar las piernas. Indiferente a mi escrutinio y con voz soñolienta, dijo, “¿Te gustan las chicas?”

No contesté. Ella se encogió de hombros y miró hacia otro lado.

En algunos edificios lejanos las luces se encendieron, y el crepúsculo lunar apareció. Penélope se quitó las gafas, y luego dijo, como cediendo a una obligación, “Perdóname por lo que pasó. Lo que hice. Lo siento.”

“Me había olvidado de ello.”

“Qué bien que lo dices. Gracias.”

“¿Por qué lo hiciste?”

“No soy una persona amable. Lo haría otra vez. Y el gesto sería genuino, ¿sabes lo que quiero decir? Nunca pienso, así que no me jodas.” Se rió tontamente.

“Eso no es una respuesta.”

“Me digo a mí misma que tengo que ser amable, pero lo olvido. ¿Qué puedo decir? No siempre me comprendo a mí misma. A lo mejor estaba enojada porque Sam te dijo que siento celos. ¿Te dijo que siento celos? Me temo que me echarán al frío. ¿Tú crees que soy celosa, y que tengo miedo? ¿Crees lo que Sam te dijo?”

“No creo nada. ¿Por qué lo hiciste?”

“Sam bien puede darte la mano como empujarte enfrente de un camión.”

“Un tipo simple.”

“Y peligroso. Pero no me conoce, y no sabe por qué no tengo razón para estar celosa. Mira ese y ese.” Señaló hacia un grupo de altos edificios. “Son míos. Poseo edificios en Nueva York y Los Ángeles, y un rancho en México y una cadena de lava autos. Excepto por mi cerebro y mi trasero, todo lo que poseo viene de Zev Lurie. Zev me pone los papeles enfrente y dice, ‘Firma.’ Y yo firmo.

“¿Por qué te da propiedades?”

“Para no sentirse culpable.”

“¿Culpable de qué?”

“De malgastar mi juventud, obviamente. A él no le interesa la gente, ni siquiera la gente cercana a él, pero no quiere sentirse responsable por nada que haya hecho o por nada que posea. Nadie puede demandarlo, dice, y arrebatarle su propiedad. ¿Quién lo demandaría? Sus hijo no van a venir un día casa de la escuela, y la esposa podría trabajar en un prostíbulo de Bangkok. Pone la propiedad a mi nombre. Quiere sentirse joven. Irresponsable. La propiedad te hace envejecer. Así que él es un bebé. Y yo tengo cinco mil años –con tanto que poseo. ¿Sabes por qué te estoy diciendo esto?”

“Te sientes despechada.”

“¿Cómo es ella?”

“Podrían ser amigas.”

“Qué ocurrencia. ¿Por qué lo piensas?”

“Es una persona amable, pero la cosa es…”

He dicho muchas cosas estúpidas en mi vida. Ahora había dicho la más estúpida de todas. Las manos de Penélope palidecieron al aferrarse a las orillas de su asiento. Las líneas de su cuello se tensaron. Sus ojos engrandecieron, el azul brillando de miedo. Me recordó su aspecto en el auto, cuando gritaba.

“¿Qué quieres decir con que se parece a mí?”

“La misma estatura, eso es todo. Exageré. Quería que pensaras bien de ella,” dije, intentando tranquilizarla antes de que se volviera incontrolable.

“¿Qué quieres decir? ¿Semejanza? ¿Esta cara? ¿Este cuello? ¿Estos brazos y estas piernas? ¿Qué? ¿Tiene ella estos pechos?” Arrebató la parte alta del bikini y se levantó para bajarse las bragas, soltando la ropa a sus pies, gritando, “Esta soy yo. ¿Te gusta mirar, verdad? Anda, mira. Esta soy yo, no ella.”

No había mucho más que ver, viéndola desnuda. Era menos recatada que un niño de tres años. Cualquier deseo erótico que hubiera sentido se perdió con su desnudez.

“Lo siento,” dije, agachándome para levantar de sus hermosos pies delgados las piezas del bikini. Le pasé el top del bikini por encima de la cabeza. Ella lo dejó colgando como un collar. Con una rodilla al piso, puse las bragas para que ella colocara los pies. Lo hizo. Las subí a través de sus piernas. Quedamos frente a frente. El deseo volvió como una ráfaga. Gemí como si hubiera sido apuñalado, miré hacia otro lado, la volví a mirar, la besé, y ella dijo, “¿Qué es ese ruido?” sus labios contra los míos, o los míos contra los suyos, puesto que ella no hizo nada, ni siquiera toleró el beso, pero se dejó besar como si simplemente fuera inevitable.

“¿Qué ruido?” La solté y puse atención; escuché un golpeteo contra uno de los lados de la lancha, un golpeteo soso seguido de ruido de arañazos en el fondo de fibra de vidrio de la lancha; débil e irregular. Nos pusimos de rodillas, asomándonos por la borda, mirando en el agua. “Debe haber una linterna en la gaveta,” susurró ella, como si hubiera alguien lo suficientemente cerca para escucharnos. Pero necesitábamos la luz. Deslizándose de debajo del bote, balanceándose entre las olas y golpeteando contra un lado de la lancha, apareció la cabeza y los enormes y lustrosos ojos brillantes por la luna de White Trash, su boca abierta como para inhalar el cielo. Su camisa estaba hecha trizas, y ya no tenía un brazo, el muñón desgarrado y de un rojo brillante, y el hueso roto destellando entre la carne.

Penélope gruñó, “Tiburones.” Como si lo hubiera invocado, un morro de suave color gris y pequeños ojos, y unas fauces dentadas aparecieron del fondo y con una rápida sacudida y ruidos de seda desgarrándose se llevaron la cabeza de White Trash, y luego se internó en la profundidades con su horrible trofeo. Penélope se lanzó hacia atrás y se colocó al volante. Las turbinas rugieron, las hélices se enfilaron hacia la bahía y comenzamos a dar bandazos, la popa alzándose y ganando velocidad entre blancas plumas que se alzaban a ambos lados como alas mientras nos dirigíamos hacia las luces de Key Byscane. Lanzado hacia atrás, me senté en la cubierta gritando a través del rugido de las turbinas. “Lo conozco, conozco al bastardo,” grité, como haciendo alarde de mi vida social. Penélope me lanzó una mirada.

“Su nombre es Wally Blythe.”

“Exacto. ¿Lo conocías? El tipo debió haber sido muy popular. El viejo Wally quería matarme.”

Me levanté y me senté junto a ella, y entonces ella dijo, “No, no quería hacerlo.”

Coloqué mi mano sobre la suya en el volante. Estaba llorando. Dije, “Les di problemas a todos, ¿verdad?”

Su humor cambió al instante. Lucía dulcemente perpleja, diciendo entre lágrimas, “Nos has atrasado para la cena. Zev estará disgustado.”

“No quiero cenar, y lamento haberte besado. No pude evitarlo.”

“¿Por qué no debiste besarme? ¿No me amas?”

“¿Debería?”

“Wally me amaba.”

Su voz sonaba irónica y fingida. Bajó la velocidad y luego apagó el motor, dejándonos a la deriva. Dije, “¿Por eso me golpeaste?”

“Wally te veía como un problema, pero no iba a matarte. Parecía que sí, pero no iba a hacerlo. La pistola era un accesorio, algo para asustarte.”

“¿Cómo sabes lo que pasó?”

“Sam llamó al avión. Y Zev me lo dijo. Se reía de cómo Sam había lanzado a Wally a la bahía, como si mereciera esa estúpida y degradante muerte. No sabía nadar.”

“Pobre bastardo. Me da pena.”

“Por favor, Herman, no te importa un carajo.”

“Es cierto.”

“Dime algo real. ¿Sigues enojado? ¿Sigues caliente? ¿Qué me vas a hacer… ahora que estamos lejos de la costa… y estoy indefensa?”

Sus ojos eran extraños diamantes azules, ejerciendo autoridad.

La lancha bogaba a la deriva y los tiburones se daban un festín en la bahía. Nos recostamos sobre la cubierta, mezclando nuestro sudor y nuestros jugos, haciendo el amor. Las nubes blanqueaban al pasar frente a la luna. La noche cayó toda en un suave y oscuro remolino, excepto por las estrellas y la luna y las eléctricas sílabas del perfil de Miami cantando en el horizonte, dividiendo la oscuridad de la oscuridad. Soñolienta y divertida, Penélope dijo, “Creo que te gusta mi cuerpo.”

“No eres un monstruo.”

“¿Y si lo fuera?”

“Sería una prueba.”

“Zev quiere que nos casemos.”

“¿De qué hablas?”

“Oh, lo harás. Iremos a Zurich con la cubana. Ella regresa sola a Cuba. Cuando nos casemos, te daré el cinco por ciento de un edificio. Clamas depreciación y no vuelves a pagar impuestos. Gasta el dinero en mí.”

“¿Y qué pasa con los hijos?”

“Los encontraremos, yo sé qué hacer.”

“Apuesto.”

En la desolación lujuriosa y soñolienta del momento, me pregunté si amaba a Penélope. La entrevista luna colgaba sobre la pregunta. Zev encontró el baile en las calles. Ella le recordaba a Zeva. Escuché mi voz, murmurando, “Zev está pensando en el lecho de muerte. Quiere a su hija de sangre.”

“Es de sangre, pero no es su hija.”

“¿No lo es?”

“Es de Chester. Nieta de Zev. Le habría importado menos si fuera suya. Pero ella no lo sabe, y la madre no se lo dirá. Zev lo sabía desde el principio, naturalmente. Consuela era una prostituta, y ya estaba preñada del hijo de Chester cuando Zev se ocupó de ella.”

“¿Zev se ocupó de Consuela, la amante de Chester? ¿Se la quitó? ¿Y a su hijo también?”

“Chester tenía diecisiete años. Había pasado una semana en Cuba divirtiéndose. Cuando regresó a los Estados Unidos no sabía nada. Consuela acudió a Zev y le dijo que necesitaba dinero para el aborto. Zev iba a pagarlo, pero cambió de idea y de último momento decidió quedarse con el bebé.”

“Zeva es mi prima segunda.”

“Sam dice que dormiste con ella.”

Las propiedades eran la dote de Penélope, y me figuré que iba a recibir más que un cinco por ciento de un edificio. Y en cuanto a Wally Blythe, a Penélope le importaba menos que a mí. Ella le había pedido que me matara. Eso se me había ocurrido antes, al grado de apresurar mi orgasmo, haciéndolo rápido, muy intenso. Sam tenía razón. A Penélope le preocupaba ser excluida del testamento de Zev por culpa de Zeva y de mí. Chester, el hijo despreciado, no tenía idea de que era padre.

Una estrella blanca brillaba sobre el agua, más grande y brillante cada vez, dirigiéndose hacia nosotros, lanzando haces de luz. Penélope sintió la tensión en mi cuerpo, y se sentó.

“¿Qué es?”

“No lo sé.”

“Es El Señor, el bote de Zev. Quiere una respuesta ahora mismo.”

Distinguí el perfil agudo de la proa y el largo mástil cruzado de luces, y luego vi a Zev. Estaba inclinado sobre la barandilla, mirando hacia nosotros. El Señor era largo y alto y glacial, brillante sobre la negra agua. Fuertes luces giraron alrededor de nuestra lancha. Penélope se puso de pie y saludó con la mano. “¿No es Zev maravilloso?” dijo, como una chiquilla atemorizada y lastimera. La cubrí con mi camisa, sintiéndome protector, como un esposo. Ella podía quedarse con los edificios. Los quería más que yo.

“¿Qué debo decirle?” preguntó. “¿Sí o no?”

“Lo estoy pensando.”

“Hay suficiente para los dos, pero debe ser para los dos. Así lo dice el testamento de Zev. Creo que olvidé mencionar el testamento. Hay detalles que deberías conocer, como lo de nuestro matrimonio. ¿Qué dices? Necesito tu ayuda, Herman. He escuchado que uno de los hijos está en Génova. Hay buenos restaurantes en Génova y en la costa. ¿Te gusta comer? Te necesito, Herman. Por favor. ¿Qué dices?”

“Tú qué crees?”

“Creo que me estás volviendo loca.”

Sostenía a Penélope junto a mí, saludando a Zev con el otro brazo. Lo vi fruncir el seño, con expresión incierta, no feliz. Mil cosas podrían haber provocado esa expresión, algo tan banal como un dolor de estómago, pero yo la atribuí a que Zev comprendía, por primera vez, que había perdido a Penélope. Ella le importaba más de lo que creía. Una chica mala. Era increíble cuánto me gustaba a mí también. Murmuré, a través de mi sonrisa, “Dile al viejo que sí.”



[1]“Shotgun”.Una casa construida en forma linear, o sea, todos los cuartos están en línea, generalmente con un pasillo al costado que conecta las habitaciones. Es llamado así porque es posible disparar una escopeta desde la puerta de atrás hasta la puerta de adelante sin pegarle a nada. Fuente: WordReference.com


posted by Unknown @ 2:58 PM, ,

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Claire Robertson is an illustrator and toy from Melbourne, Australia. While her illustration clients have included The New York Public Library, Scholastic and Cambridge University Press, it’s her blog Loobylu.com that brings her the most joy and which has attracted the most attention with rave reviews in the Wall Street Journal, WIRED Magazine and The Guardian.

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